Es mucho lo que se puede decir de Sam Peckinpah. Mucho, eh. De verdad. Podríamos hablar de las maravillas que filmó, que claramente se dividen entre las que hizo antes de La fuga (The Getaway, 1972) y después, de cómo ayudó a terminar de moldear el verosímil visual del New Hollywood, de cómo influyó a gran parte de los directores del New New Hollywood de los años noventa, o podríamos incluso estirarnos un poco y hablar de cómo su modo de montaje influyó incluso en cines de otras latitudes, como el de Hong Kong, por solo nombrar algunos ángulos. Pero no, no estamos acá para hablar de eso. Ni de sus éxitos. Estamos acá para hablar de un fracaso estrepitoso que terminó de enterrar su carrera que ya venía en picada. Hablo, claro, de La cruz de hierro (Cross of Iron, 1977). Pero para poder hablar del poder maléfico que la película tuvo en la filmografía de Peckinpah, quizás haya que explicar dónde estaba parado en bueno de Sam en ese momento. Bueno, si se podía mantener en pie, eso era. Para cuando terminó de filmar La fuga, el hábito alcohólico de Peckinpah había pasado de “bueno qué curioso” a “la verdad que me preocupa” Esto, sumado a una sucesión de fracasos de taquilla algo estrepitosos (como es el caso de la seguidilla de la recortada por el estudio al momento del estreno Billy the Kid (Pat Garrett and Billy the Kid, 1973), la poco celebrada en el momento Traigan la cabeza de Alfredo García (Bring Me the Head of Alfredo Garcia, 1974) y la casi “por encargo” Aristócratas del crimen (The Killer Elite, 197X) que anduvo un poco mejor de taquilla) y no estaba en posición de pedir nada a nadie. O mejor dicho, no en Hollywood. Otro era el cantar en Europa. Lo que pasó con Peckinpah pasó a lo largo de la historia y sigue pasando, con Europa (sobre todo Francia e Inglaterra, pero Europa en general) funcionando como un “lugar para escapar la mala” De hecho, por esas fechas recibió dos propuestas que rechazó: las de dirigir King Kong (1976) y Superman (1978). Y acá viene la parte donde señalas al teléfono y exclamás— “Pero cómo que no le ofrecían nada de Hollywood mirá esas dos propuestas” Y acá viene la parte donde miramos las fichas técnicas de las dos y descubrimos que la primera es una película más que nada italiana (producida por Dino De Laurentiis, quién si no) y la segunda una coproducción panameña, suiza, inglesa y eventualmente yanqui. Estamos hablando de una época donde una King Kong o una Superman eran “un lugar donde morir” o “un lugar del cual arrancar” y no algo deseado. Pero Peckinpah no quería nada de eso. Él quería morir en la suya. Solo nos queda el dato del ofrecimiento y la posibilidad de imaginarnos una King Kong o una Superman dirigidas por el bueno de Sam. Lo que el director quería era hacer una película de la Segunda Guerra Mundial. Y consiguió quien se la financie. Quizás este sea el momento de explicar que después de lo que pasó con Billy the Kid Peckinpah juró que no iba a dejar que nadie le corte sus películas, siendo resultado de esto Traigan la cabeza de Alfredo García y su estruendoso fracaso de taquilla, película a la que el director llamaba “mi última película” Pero volvamos— La persona dispuesta a ponerle cuatro millones de dólares para que Peckinpah haga la película se llamaba Wolf C. Hartwig, y era un exploitator alemán de larga data, estrenando los allá llamados sittenfilme, que en el resto del mundo eran más conocidos como sexploitations. Más del sittenfilme en otro momento. Hartwig decía que ponía la plata y ahí fue cuando se unieron a la fiesta los ingleses de EMI e ITC. El tema, claro, es que Hartwig no tenía la plata. O no la tenía toda, eso es. Tenía la mitad. Esto demoró la preproducción un poco, mientras Julius J. Epstein —uno de los co guionistas de Casablanca (1942)— trabajaba en la adaptación de la novela Carne paciente de Willi Heinrich. Pero el presupuestario no iba a ser el único problema, también estaba el drama de los equipamientos de guerra, porque el gobierno yugoslavo se había comprometido a prestarles tanques y demás parafernalia, pero los constantes atrasos en el comienzo de las cosas por la falta de liquidez conspiraban constantemente contra todo esto. Esta falta de dinero iba a ser una constante durante el rodaje, el cual, como no era de extrañar teniendo en cuenta la ingesta de cuatro botellas de vodka diarias a cargo de Peckinpah, además se fue de presupuesto de cuatro a seis millones de dólares. ¿Mencioné que además iba armado al rodaje? Bueno, eso. Para cuando solo quedaban unos tres días de rodaje, los productores le dijeron a Peckinpah que no tenían dinero para seguir y que tenía que terminar la película ese mismo día. El bueno de Sam puso plata de su bolsillo para pagar a los técnicos, a los que ya se les debían semanas de trabajo. Y ahí, justamente ahí, fue cuando tuvo que inventar un nuevo final, filmable en un solo día junto al protagonista James Coburn. Y así fue como ese mismo día, cada uno de los actores y técnicos volvió a su casa en avión, en tren o en lo que fuera, sin siquiera fiesta de fin de rodaje. No quedaba nada. La película se estrenó en 1977 y tuvo una acogida bastante tibia. Los yanquis estaban entretenidos con otra cosa: una película que se llama La guerra de las galaxias. Con el estreno de La cruz de hierro se fue el último tiro en las posibilidades de Peckinpah de volver de las cenizas, que dirigió al año siguiente Convoy (1978) con Kris Kristofferson que sí fue un éxito de taquilla pero no de críticas. La carrera de Peckinpah estaba acabada. Tanto fue esto así, que su amigo Don Siegel al verlo sin trabajo le dio uno de director de segunda unidad en Quien gane se lleva todo (Jinxed!, 1982) y llegó a dirigir una última película Clave omega (The Osterman Weekend, 1983) que corrió la misma suerte de Billy the Kid ser cortada por los productores y que filmó con la salud deteriorada consecuencia de una vida de excesos. Sam Peckinpah murió al año siguiente. Pero quizás todo esto que te cuento acá no sea nada comparado con la leyenda con la que carga la película de Peckinpah de la que me ocupé. Porque, si bien ya aclaramos más arriba que el bueno de Sam, además de andar armado, tomaba entre cuatro y seis botellas de whisky o vodka al día, quizás no lo hayamos explicitado tanto. N de R: al consumo de alcohol se le sumó el de cocaína durante el primer montaje de la película porque necesitaba “estar siempre despierto”, pero quiénes somos nosotros para juzgar. La leyenda. igualmente, es bastante más colorida. La misma reza que, durante en la parte italiana del rodaje y viendo el desastre que era y la plata que no llegaba (quizás un poco por su presencia, quizás, pero no vamos a andar levantando dedos), Peckinpah se fugó del rodaje y se encerró en un hotel en Roma. Quizás este sea el momento de aclarar que se compró antes de entrar una provisión de alcohol para varios días y se llevó todas sus armas cargadas. Los trabajadores del hotel escucharon un tiro en la habitación del director y alertaron a la producción. No tardó en apersonarse el asistente de dirección, que sabía que quizás no era la mejor idea entrar a la habitación de improviso, más con Peckinpah borracho y armado. Se llamaba Clifford C. Coleman y ya había sido asistente del bueno de Sam en La pandilla salvaje. Fue en ese momento que a Coleman se le prendió la lamparita y recordó el amor de Peckinpah por un director italiano, al que se apuró por contactar. Así fue como, botella de whisky en mano, Federico Fellini apareció en el hotel al poco tiempo. Sí, te voy a dejar que lo proceses un poco. Con la llave maestra del hotel abrió la puerta y se encontró con Peckinpah que estaba tumbado en el sillón con la botella en una mano y el revolver en otra. Al ver el cuadro, el italiano se asustó y puso los pies en polvorosa. Peckinpah gatilló el arma, Fellini quedó tieso en el lugar. El americano le pidió que se direa vuelta, cosa que el italiano hizo. Peckipah sonrió y exclamó: “¡Maestro!” Qué hermoso que es el cine, la concha de mi madre. |