El título de este envío es absolutamente irónico, y remite a una obra de teatro escrita por Beto Casella. Sí, porque el teatro, ese hecho que nos quieren hacer creer que siempre es elevado y para la gente correcta, tiene más de estas obras que de las que se estrenan en Timbre 4, pero andá a hacerles entender. En la obra de Beto, la única de la que yo tenga memoria, quizás su carrera de dramaturgo se extendió después de este intento (¿o manotazo, debería decir?) se encontraban John Lennon, Woody Allen, Sigmund Freud, Albert Einstein y Perón. La verdad que no la vi, pero bueno, quizás no haya tampoco que ver todo todo todo para entender que quizás tal o cual espectáculo teatral “no es para unx” “Pero este es un newsletter de cine” Y no es más que la pura verdad, pero dejame que te lo explique. “No” Bueno. ¿Cuál es la lógica por la cual este envío está titulado igual que una obra de Beto Casella? Bueno, porque habría media lógica en lo que voy a contar, pero más que nada porque si yo me la acordé, vos también te las vas a acordar: las desgracias también se comparten. Pero no nos distraigamos— Orson Welles. “Ah, volvemos con la misma cantinela de la otra vez” Bueno, no necesariamente, porque este envío va a tener un approach más tangencial, pero no por eso menos divertido. Hace unos envíos (no recuerdo cuántos, si te tengo que ser 100% sincero) hablamos de La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1947) y un poco de la seguidilla de film noirs que Welles filmó medio “para pedir disculpas” después de el fracaso de Soberbia (The Magnificent Ambersons, 1942). Una de esas películas era El extraño (The Stranger, 1946), película que filmó tras algunos años de estrenada su anterior película Jornada de terror (Journey Into Fear, 1943), algo bastante poco común en el Hollywood clásico. Esto es porque en esa época un director hacía una, dos películas por año sin arrugarse mucho la ropa. Podríamos argumentar que Welles no era de esos directores y es cierto, pero tres años entre films en realidad fue más porque se fue a hacer teatro (y caja) que cualquier otra cosa. Y es más o menos lo que le pasó después de Sed de mal (Touch of Evil, 1957) casi una década después. Sí, a la película le fue bien, pero Welles se había transformado en alguien lo suficientemente difícil para trabajar como para andar arriesgándose por si justo a la próxima le iba bien. Así fue como Welles, en lugar de refugiarse en el teatro a hacer caja lo hizo en la nueva gran cosa: la televisión. Pero Welles no cesaba en su intento de seguir filmando películas de las que se proyectan grande y no de las que se ven en un tubito chiquito, y durante un festival de Venecia tuvo una reunión de negocios muy especial. Y acá. justamente acá, es que sucede lo que vine a contar hoy. “Que es qué, concretamente” Bueno, esa ansiedad. La cosa fue más o menos así: estando en Venecia Welles se reúne con un famoso productor de la época llamado Alexander Salkind. A Salkind y su prodigiosa y accidentada carrera quizás debamos referirnos en algún momento, pero para que se entienda: Nacido en ¿Rusia? ¿Polonia? ¿Bielorrusia? andá a saber cómo se llamaba en ese momento, de padres productores (el nepobaby aplica incluso cuando fue a finales del siglo diecinueve), vivió mucho en Alemania, hasta que se refugió en Francia durante la Segunda Guerra y, bueno, tampoco es que fue tan buen refugio París, así que terminó en México. Antes de la guerra fue el productor de películas de su familia como La calle sin alegría (Die freudlose Gasse, 1925) y Don Quijote (Don Quixote, 1933) de Georg Wilhelm Pabst y de varias más. En el exilio primero cubano y después mexicano, la familia produjo una docena de films antes de volver a Europa cuando los ánimos ya estaban más calmados a comienzos de los años cincuenta. Recién a principios de los años sesenta es que Alexander produce quizás sos dos películas más recordadas: Historia escrita con sangre (Austerlitz, 1960) de Abel Gancé y, bueno, otra película que voy a nombrar después pero no quiero spoilear. Pero hasta que hizo esta película hubo muchas reuniones, pero una fue más decisiva. Esa que decía antes en Venecia. ¿Y por qué? Bueno, porque un hecho fortuito hizo que Salkind terminara poniéndole a pesar de las muchas cosas complicadas que se decían de Welles. La cosa fue más o menos así: Welles pasaba los días en el agua de un lujoso hotel, mientras divisaba que en la misma pileta se bañaba alguien de características físicas similares: otro gordito que quizás te suene: Winston Churchill. Churchill venía de hacer todas esas cosas en la Segunda Guerra Mundial por las que se han hecho tantas películas y de perder en las últimas elecciones inglesas. Si, puede sonar extraño, pero bueno, la historia es la historia y no la vamos a andar discutiendo. El tema es que Welles registraba a Churchill, pero no había hablado con él ni nada por un tema de pudor. Una tarde, mientras entraba con Salkind al restaurante del hotel, vio que el ex Primer Ministro inglés estaba en una de las mesas. Al verlo pasar, el gordo del habano levantó la mirada, la trabó con la de Welles y asintió sonriendo. Salkind quedó pasmado y le preguntó a Welles si conocía a Churchill, con el director simplemente asintiendo con una sonrisa por respuesta. La reunión fue positiva, y quedaron en verse la tarde siguiente. Esa mañana, en la pileta del hotel, Welles se acercó a Churchill y le agradeció el saludo, explicándole que significó mucho para su compañero de reunión y que lo había ayudado mucho a conseguir la financiación de su próxima película. Esa tarde, casi como si fuera uno de esos chistes donde las cosas se repiten con un pequeño cambio, Welles y Salkind entraron al restaurante para une nueva reunión. Ahí estaba sentado en la misma mesa Churchill que, al verlos venir, se levantó de su silla y en silencio le hizo a Welles una reverencia fascinante. Salkind, que ya estaba envuelto con moño le ofreció a Welles el oro y el moro. Welles atacó con su idea de máxima: quería adaptar El castillo de Franz Kafka. Solo Jehová sabe cómo hubiera salido esa, pero no nos pongamos a especular, que hay hechos concretos para contar. Volvamos— Salkind, que en el fondo también era productor, le returcó con una lista de novelas que tenía disponibles para compra de derechos, entre las cuales no estaba El castillo, pero sí estaba El proceso. El resultado de lo obnubilado que quedó Salkind con los amigos británicos de Welles fue, claro, El proceso (Le procès, 1962) con un Anthony Perkins que acababa de ser Norma(n) Bates. Sori por el spoiler. La película, si bien no está en la lista de las que se nombran siempre de Welles, era al momento del estreno y cierto tiempo después, su película favorita de las que había hecho. Solía contar Bogdanovich que al momento de escribir Ciudadano Welles— Que si no le leíste, corré ya a buscarlo. — organizó una función de El proceso con público. Welles, además de querer mucho a la película, la consideraba una comedia. Cuenta la leyenda (o Bogdanovich, vamos) que durante la función el público estaba muy molesto con un espectador que, sentado en el fondo de la sala, se reía a carcajadas. Era su director, claro. Qué lindo que es cine, que ya van no sé cuántas entregas de Welles sin nunca hablar de El ciudadano. |