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215 – Una obra maestra de las de antes, por José Tripodero

Publicado el 16 de julio de 2024

A veces extraño al siglo veinte, en las últimas semanas mucho más. Pasó casi un cuarto de este nuevo y, en materia de películas, estamos o estancados o entumecidos, o ambas cosas, quizá. Tanto tiempo pasó y sin embargo hay una ausencia para definir qué fenómenos o movimientos aparecieron en estos casi últimos veinticinco años. La historia del cine parece haberse detenido en el año 2000, como si fuera una disciplina a la que la agarró el tan temido Y2K. En lo inmediato, si nos guiamos por los festivales, hay un recrudecimiento en ascenso de un nuevo elogio de la crueldad, liderado por Ruben Östlund y, en menor medida, secundado por Yorgos Lanthimos. El caso del sueco se puede fundamentar con las dos Palmas de Oro entregadas por el festival más “popular y prestigioso” del mundo, como si tratara de una legitimación. Algún capítulo de una enciclopedia de la historia del cine, en el futuro, lo incluirá solo por esos laureles. No me voy a detener en los recortes académicos, que nos marcaron toda la vida acerca de lo que “debes ver” y, por descarte, lo que no.
Si hay algo que los libros ignoran olímpicamente es a los géneros, especialmente a un par y entre ellos a la comedia. A menos que la comedia sirva de celofán para temas importantes, hacer reír en el cine es para una reacción efímera y que no merece revisitarse, pensarse ni escribirse. Alguien llamado Brian Raftery escribió Best. Movie. Year. Ever. sobre las películas de 1999, en cierta forma ese libro colaboró a pensar a ese año como el último de semejante ebullición cinematográfica en Hollywood.

El último año de una década supone, si nos ponemos finos, una referencia para señalar un punto de no retorno porque lo que sigue es resetear, claro en términos del mundo del cine es más azar que cualquier explicación numerológica, es decir no hay un mundo que se pone de acuerdo para estrenar ciertas películas en un año determinado. Podemos hacer un ejercicio breve y ver las películas de 1969, por ejemplo, entre las más canonizadas están Busco mi destino (Easy Rider), Perdidos en la noche (Midnight Cowboy), Butch Cassidy (Butch Cassidy and the Sundance Kid), La pandilla salvaje (The Wild Bunch), Baile de ilusiones (They Shoot Horses, Don’t They?).

Un poco por debajo de los festivales, los premios y la taquilla tenemos Bob, Carol, Ted y Alice (Bob and Carol and Ted and Alice), El amargo fin (The Happy Ending), Medium CoolRobo, huyó y lo pescaron (Take the Money and Run) y varias más. En esta columna de películas, mas reconocidas con el paso del tiempo que en el momento de estreno, me voy a posar para poner en valor a una obra maestra de 1999: Bowfinger, el director chiflado (Bowfinger), la obra maestra de Franz Oz.



Todos en 1999 estaban deslumbrados por Sexto sentido (The Sixth Sense), El club de la pelea (Fight Club), Matrix (The Matrix), Magnolia y algunas otras más, pero el puñado de la atracción general era más o menos ese grupo. Si lo miramos con los ojos más urgentes no sería descabellado que hoy con estas solo cuatro películas estaríamos frente al equivalente de la Revolución Industrial del cine. Pero lo cierto es que en 1999 (hoy también) Bowfinger, el director chiflado fue considerada, incluso, como una comedia más. Otra vez Steve Martin, otra vez Eddie Murphy, otra vez Frank Oz, pero por primera vez los tres juntos, en esa diferencia podemos empezar a comprender la existencia de semejante milagro.

Bowfinger, el director chiflado tiene una secuencia de títulos prodigiosa, comienza con un recorrido por el interior de una casa típica californiana, algo venida menos, donde vemos una serie de pósters y memorabilia de alguien del mundo del cine, mientras suena la melancólica canción There’s Always One More Time, interpretada por Johnny Adams. En los primeros segundos se podría advertir que se trata de un drama del mundo del cine o de esos a tale of cinema, que tanto gustan en la zona del Patio Bullrich. Pero inmediatamente el tono cambia a un patetismo propio de la comedia más maldita, suena un contestador telefónico con: “Bowfinger International Pictures”, en la voz de Steve Martin que se contrapone con: “Soy Cherisse de AT&T, estamos esperando su paga de $5.43 que nos sigue debiendo. Llamenos”. En un solo diálogo se derrumba cualquier posibilidad de presentar a un triunfador del sistema, todo se reduce a uno más que desesperadamente busca el éxito. De eso se trata la historia, de un hombre corriendo el último tren. Vale la pena prestarles mucha atención a los afiches, flyers y fotos de la oficina de Bowfinger, mi favorito es el de The Yugo Story.

Oz, un director poco valorado injustamente porque hizo Dos pícaros sinvergüenzas (Dirty Rotten Scoundrels, 1988), compone esta secuencia de apertura con la maestría de aquel que solo tiene la habilidad de mezclar bien los ingredientes. En la articulación de los diálogos y la música emotiva, también se preocupa por un movimiento de cámara que culmina con la presentación de un Bowfinger renaciente porque acaba de leer el guión que lo puede depositar en ese lugar tan anhelado. Una actriz le deja un mensaje para decirle que se acabó, pero él la convence, luego le avisa por teléfono al autor del guión que “sus días de contador se terminaron” y finalmente convoca a alguien llamado Slater para “una gran reunión mañana a las diez”. Se toma un respiro, mira a su perra y le pregunta: “Betsy, vos crees en mí, ¿no?”, el animal se levanta y se va con la sincronía de Johnny Adams cantando: “Don’t you walk away from me, there’s always one more time” (“No te alejes de mí, siempre hay una vez más”), mientras vemos el último crédito: “Dirigida por Frank Oz”. Una clase de como hacer una secuencia de títulos narrativa.

El plan, a continuación, comprende convencer a un montón de personas para hacer la película con el rodaje más demente. El tono no es otro que el absurdo total, lo que este productor-director concreta es una idea destinada al fracaso. La tal “gran reunión” es con un compendio de estereotipos: una actriz de teatro en la piel de la enorme Christine Baranski, el tal Slater un actor joven de esa época al mejor estilo American Pie (casualmente del mismo año) y el “guionista” Afrim (hoy Ana-Sofia Mastroiana, en su momento Adam Alexi-Malle), en palabras de Bowfinger: “Afrim es un gran escritor, como lo es como contador y recepcionista de media jornada, yo le dije ‘Afrim, si podes escribir tan bien como podes sumar… ni siquiera tuve que terminar la frase”. Porque Bowfinger, por el costado del disparate, es una película de un humor terrible para la gente del mundo del cine y no solo apunta contra un sistema, sino que también se ríe del aspirante a un lugar en la industria. Nunca con cinismo porque el punto de vista del personaje de Steve Martin es la de un productor-director que verdaderamente siente que tiene entre sus manos la chance de hacer una obra maestra, aunque a los ojos de todo el mundo el proyecto de Chubby Rain es solo un guión que no debería ser filmado jamás.

Como gran escritor que es, Martin (el guionista de la película) siembra semillas que brotarán con la mayor de las previsibilidades, pero no por ello menos emotivas, por ejemplo, con la historia del camión de FedEx. Chubby Rain, después de una hilarante escena entre Bowfinger y un hot shot productor en un restaurante, solo tendrá luz verde si nuestro héroe consigue a la estrella de acción más candente: Kit Ramsay (Eddie Murphy). Cuya presentación también está revestida por la maldad de ciertos diálogos, en una charla acalorada con su representante Kit le exige que el guión de su nueva película tenga frases como las de Arnold Schwarzenegger: “porque soy la estrella negra de acción más grande del mundo”. En esa misma escena el representante intenta convencerlo con: “acá está esa frase: ‘Cliff (barranco) fue un gusto conocerte’ y lo empujás por el barranco”, a lo que Kit responde: “Pero el público tiene que saber que el tipo se llama Cliff y que está sobre un barranco, y que los dos ‘Cliff’ es un solo ‘Cliff”, es demasiado complicado. Estamos haciendo una película, no un film”.
Todo se limita —finalmente— a las mejores frases se las dan a los blancos y “a Van Damme y a Jackie Chan, que ni siquiera saben hablar bien en inglés”. En otra escena también sintetiza a la perfección sobre los premios Oscar: “Les dan todos los premios a los blancos. A los negros lo nominan si hacen de esclavos. A los blancos que hacen de idiotas los premian. Traeme un papel de esclavo retardado y ahí voy a ganar un Oscar”. Toda esta simplificación tiene un sentido, además de los chistes, para armar el perfil psicológico de un actor paranoico y creyente de la existencia de extraterrestres viviendo entre nosotros.
De la debilidad de un actor desatado como Kit Ramsay es que Bowfinger se vale para filmarlo a escondidas porque el plan consiste en hacerles creer a su equipo (a excepción del camarógrafo) y a su elenco que la estrella aceptó trabajar en Chubby Rain, aunque con la condición de no interactuar con nadie. Un delirio solo posible en una sátira.

Un personaje importante que se suma es el de Heather Graham, construida sobre el arquetipo de la pueblerina que llega a la meca del cine con una valija llena de sueños. La vuelta sobre la idea de una aspirante actriz está en mostrarse mucho más inteligente, pero motorizada por una conducta trepadora, lo cual hoy sería problemático.

Ahora si hablamos de temas de ese estilo hay que mencionar a los técnicos mexicanos. “Necesitamos al mejor equipo, al mejor que podamos contratar”, corte a la frontera mexicana donde levantan a un grupo de inmigrantes y los meten en una camioneta. El derrotero de estos personajes secundarios, que ni nombre tienen en la película, también sirve para depositar chistes sobre el snobismo, el canon masculino del cine y la técnica. Los vemos leer la Cahiers du cinema, discutir sobre El ciudadano (Citizen Kane, 1941), Apocalypse Now (1979) y otras más. La mayor de las flechas lanzadas sobre el corazón de los teóricos es cuando Bowfinger inventa una etiqueta para convencer a su actriz “más teatral” cuando le dice: “Lo que estamos haciendo acá es Cinema Noveau”, la mera pronunciación de dos palabras francesas juntas convence a esta intérprete, sin importarle idea irracional de trabajar sin ensayar y sin tener contacto fuera de escena.

Una escena que tiene varias capas es la del estacionamiento, cuando siguen a Kit hasta ese edificio donde hace sus terapias de Mind-Head, otra estafa de autoayuda, liderada por un genial Terence Stamp quien también fue parte otra obra maestra del mismo año: Vengar la sangre (The Limey, 1999). Allí Bowfinger arma un sistema perfecto para captar el miedo del actor para luego pegar esos planos robados con los interpretados por la actriz embelesada con el “Cinema Noveau”.

No falta, tampoco, un Eddie Murphy desdoblado en más de un personaje. Como gran comediante e imitador de voces hace a la perfección al hermano de Kit, casualmente interesado en un casting armado con urgencia tras la imposibilidad de localizar a la estrella, y quedarse sin la chance de seguir robándole planos en la calle. Allí aparece este personaje nuevo, llamado Jiffrenson —porque los detalles son todo— algo lento y querible, cuya entrevista para el papel no tiene desperdicio: “¿Estarías dispuesto a cortarte el cabelllo?”, “Sí, pero quedaría mejor si lo hace otro. Tuve varios accidentes”. Bowfinger es esto también; una comedia llana en el mejor de los sentidos, con chistes directos.

El final es casi circular en cuanto al concepto de “la última oportunidad” porque Bowfinger encuentra la legitimación de su obra y, especialmente, en la zanahoria que persiguió toda su vida. El escenario habitual del cine lleno aplaudiendo es el verdadero sentido poético de hacer películas (y no films, como decía Kit Ramsay). Está en Ed Wood (1994) de Tim Burton y también en Dolemite is my Name (2019), otra película específica sobre el último tiro para entrar en el mundo del cine y con el propio Eddie Murphy. Allí era un fragmento de la vida de Rudy Ray Moore, un comediante devenido en músico frustrado y finalmente en actor y productor de sus propias películas. Existen grandes chances de que Murphy haya considerado hacer Dolemite… tras esta experiencia de Bowfinger, el director chiflado. Cada parte de Chubby Rain, además, tiene su reconocimiento porque hay pocas cosas más lindas que el orgullo de haber sido el peldaño de una construcción colectiva. Desde los mexicanos con “el Citizen Kane”, pasando por los efectos especiales de goma, el camarógrafo con su grúa improvisada, las “sobre actuaciones” hasta el único profesional, quien disfruta de una escena con planos robados de su persona.

Una condensación sobre la hechura del cine como pocas aparece en menos de una hora y media, incluso con el broche narrativo del camión de FedEx (¡obvio que debía terminar así!). El epílogo nos muestra las próximas aventuras de este equipo haciendo una película en Taiwán. No había manera de que estos “seres pequeños” se convirtieran en los “grandes”, ¿saben qué? Mejor así, que esas ganas de hacer películas mantenga la esencia.

No, Bowfinger, el director chiflado no está en ninguno de los numerosos servicios de streaming; ni en los más populares, ni en los de las tote bags. La tenés que buscar por ahí y espero que, al terminar de leer esto, lo hagas. Viva el cine.

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