La relación entre expectativa y realidad es una variable fundamental que entra en juego cada vez que vemos una película. Cuando nos sentamos frente a una pantalla, en general, tenemos una idea de lo que vamos a ver, construida por información con la que contamos previamente (sinopsis, trailer, críticas, recomendaciones, antecedentes del director, guionista o actores, etcétera), formateada por nuestra imaginación. Confrontados con la película, nuestro balance final estará sesgado por esa expectativa. Esto es inevitable. A veces, la balanza queda equilibrada porque esas ideas previas quedan confirmadas, para bien o mal. Otras veces, la sorpresa domina nuestra sensación sobre lo que vimos, de nuevo, para mejor o peor. Ni hablar de que cuando esperábamos poco y nos encontramos con algo que nos encantó, se produce un entusiasmo tal, que puede resultar desmedido. La decepción que sentimos cuando una película a la que le teníamos mucha fe nos desencanta, también puede ser desmedida. Debería aceptar que eso fue lo que me pasó con Brats (2024), el documental de Andrew McCarthy. Pero como me dedico a pensar en estas cosas y escribirlas, y vos estás ahí leyendo (¡gracias!), me pareció una buena idea desgranar la película, intentar ver más allá de mi horizonte de expectativas quebrado y también imaginar qué es lo que me hubiese gustado que la película fuera. Básicamente, hacer crítica de cine. Hace una semana o dos vi el trailer de Brats por primera vez. No sabía que McCarthy había hecho un documental sobre la generación de actores de la que fue parte y me entusiasmó mucho. Creo que ya lo debo haber dejado en claro en el newsletter que escribí sobre Savage Steve Holland, pero considero necesario repetirlo: amo las películas de adolescentes de los años ochenta. Como verás, usé la palabra “amo” y lo hice porque mi conexión con esas películas es sentimental y visceral. Eso no quiere decir que no puedo analizarlas, criticarlas o hasta confesar que algunas de mis preferidas de la infancia no son grandes obras de arte; puedo hacer todo eso. Sin embargo, la cualidad sentimental de esa relación sí es indicativa de que cualquier cosa, libro, documental, o lo que sea, que se dedique a estudiarlas me interesa de entrada. Y que mis expectativas van a ser un poco exageradas. Teniendo esto en cuenta, hablemos de Brats. Empecemos por definir qué es y después te cuento porqué entra en conflicto con lo que esperaba. El director, McCarthy, fue uno de los protagonistas de las películas juveniles más exitosas de los ochenta, como El primer año del resto de nuestras vidas (St. Elmo’s Fire, 1985), de Joel Schumacher, y La chica de rosa (Pretty in Pink, 1986), de Howard Deutch (quien aparece en el documental y también su esposa, Lea Thompson, ambos padres de una muy buena actriz de la nueva generación, Zoey Deutch). Es por estas películas que se lo consideró parte del Brat Pack, un conjunto de actores jóvenes de esa época agrupados bajo ese término a partir de una nota escrita por David Blum, que fue tapa de la revista New York, en junio de 1985, a propósito del inminente estreno de El primer año del resto de nuestras vidas. Pasaron cuarenta años desde la publicación de ese artículo que según McCarthy “tuvo una influencia enorme en mi vida”. La premisa del documental es que, para el director, esa denominación afectó negativamente su carrera. Por eso, sale en busca de los testimonios de sus colegas de la época, para averiguar qué les pasó a ellos con respecto a ese concepto y el retrato que hizo Blum de ellos en aquella nota. Pero, sobre todo, lo que McCarthy está buscando es un elusivo “cierre”; una forma de sanar a su… digámoslo, ego herido. Hice el ejercicio de volver a ver el trailer, después de haber visto la película, para analizar si lo que “vende” corresponde a lo que efectivamente es. En realidad, quería saber si lo que yo imaginaba que sería el documental era una respuesta lógica a lo que me habían contado en esos pocos minutos. El veredicto es: más o menos. Lo que imaginé era algo más cercano a una historia del Brat Pack, contada desde adentro. Cómo había llegado cada uno a ser parte de esas películas y qué significaron para ellos; un poco de chusmerío; una reflexión sobre el impacto cultural que tuvieron. Pero creo que todo eso era más un deseo mío, que lo que el trailer auguraba. Supongo que interpreté el material contenido en ese trailer de una manera que construyó un documental ideal en mi cabeza, ignorando la cantidad de veces que hablan de la nota en sí y del término Brat Pack. De nuevo, la expectativa lista para ser desarmada. Lo que encontré en la película es una especie de sesión de terapia de McCarthy, quien opina que su carrera hubiese sido mucho mejor sin la existencia de esa nota y el concepto de grupo que popularizó. Según el director, las connotaciones negativas del nombre impidieron que a los miembros de ese grupo se los tomara en serio como actores. No sé de qué puede tener que quejarse, teniendo en cuenta que entre sus trabajos fuera de las películas del Brat Pack se cuentan dos adorados clásicos del VHS como Mannequin (1987), de Michael Gottlieb; y Fin de semana de locura (Weekend at Bernie´s, 1989), de Ted Kotcheff. Para entender por qué le molesta tanto a McCarthy el nombre con el que el mundo conoció a este grupo de actores en el que estaba incluido, hay que analizar el término. Brat Pack está inspirado en el Rat Pack, nombre con el que se conoce al grupo de artistas conformado por Frank Sinatra, Dean Martin, Sammy Davis Jr., Peter Lawford y Joey Bishop. Hay varias conjeturas acerca del origen del término, pero mi preferida es la que asegura que fue acuñado originalmente a partir de un comentario de Lauren Bacall, quien al ver a su marido, Humphrey Bogart, y sus amigos, entre los que estaba Sinatra, volviendo de una noche de joda en Las Vegas, dijo: “You look like a goddam rat pack” (“Parecen una maldita jauría de ratas”) * * Decime que no lo escuchaste con la voz profunda de Bacall Tras la muerte de Bogart, en 1957, Bacall se casó con Sinatra y el nombre quedó asociado a un nuevo grupo de actores y cantantes populares por sus shows en Las Vegas, sus programas de televisión y películas como Once a la medianoche (Ocean’s Eleven, 1960), de Lewis Milestone. El Rat Pack, acá también conocido como “el clan Sinatra”, vendía una imagen de tipos cool, bien vestidos, con plata, seductores y divertidos, que tomaban un poco de más (pero sin que parezca triste o decadente). Aplicando la jerga marketinera de hoy a un fenómeno de los años sesenta, los miembros de este grupo tenían un lifestyle aspiracional. Pero volvamos a los ochenta. El periodista de la revista New York, a quien le habían encargado hacer un perfil de Emilio Estévez, se encontró con algo más jugoso para contar, expandiendo su objetivo hacia los amigos y colegas del hijo de Martin Sheen (fun fact: varios de ellos también eran nepo babies). Blum tuvo buen ojo al identificar eso que todo periodista quiere encontrar: una tendencia. En este caso, se trataba de un cambio de guardia en Hollywood. Las nuevas estrellas eran jóvenes que protagonizaban películas que retrataban a su propia generación y se comportaban de las formas típicas en las que lo hace alguien que de pronto y a corta edad encuentra la fama. Tentado por varios demonios que acechan al periodismo, como la pulsión por resumir ideas complejas en una frase, ser gracioso y hacerse famoso (yo lo puedo decir porque soy periodista), Blum encontró la fórmula perfecta: Brat Pack. Como el Rat Pack, pero en vez de una jauría de ratas voraces, era una de mocosos (brats). O sea, lo aspiracional del grupo de Sinatra quedaba desinflado por el hondazo de llamarlos “mocosos”. Eso es lo que le molestó a McCarthy y a sus colegas. Aunque no fue lo único. La nota está muy bien escrita, empezando por un arranque con descripciones vívidas de una noche en el Hard Rock Café de Los Angeles, que el periodista compartió con Estévez, Rob Lowe y Judd Nelson. Es fácil entender porqué no les gustó lo que escribió Blum: los hace quedar como cancheros medio infumables, pero tampoco resulta tan extraño, ni escandaloso, para un grupo de veinteañeros famosos. No es para tanto, pero parece que lo que pasó es que los actores pensaron que el periodista era buena onda y resulta que era un periodista. El resto de la nota tiene algunos puntos bastante jodidos. Entre ellos, una enumeración de los actores del Brat Pack con algunas denominaciones no muy felices; por ejemplo, llama a Judd Nelson “el sobrevalorado”, a Nicholas Cage “el étnico”, y a Matt Dillon “el menos factible para reemplazar a Marlon Brando”, mientras que los otros reciben categorizaciones más amables, pero también reduccionistas como “la cara más linda” para Rob Lowe. Los más apreciados por el autor son Tom Cruise y Sean Penn. ¿Adiviná quién no está en esa lista? Andrew McCarthy. Una observación muy acertada de Blum es que es difícil definir quién está dentro del Brat Pack y quién no; de hecho, las actrices ocupan un segundo plano. Eso pasa porque es un invento. Nadie quiso intencionalmente crear ese grupo, sino que un periodista le puso un nombre ingenioso a una tendencia que notó, el cambio generacional de estrellas de Hollywood, que trabajaban y salían entre ellas. La reacción negativa ante la nota fue inmediata. Los actores nombrados en ella se expresaron en contra del término con el que Blum los bautizó y el contenido en general del artículo. Es entendible. La escritura de Blum tiene un tono provocador, algo como “miren a estos boludos”. Y no es difícil sentir algo de envidia ahí (otro demonio que acecha al periodismo). Lo que sucedió a partir de la nota fue que los actores nombrados ahí hicieron todos los esfuerzos posibles por demostrar que no eran un grupo. No se dejaron ver más juntos; no hicieron más proyectos que los unieran. Según Blum cuenta en una columna que escribió para Vulture, esto fue un consejo de los publicistas y managers de los actores. Tiene lógica, si querés ser una estrella tenés que ser único, no podés ser parte de un grupo. Algunos tuvieron más éxito en esa búsqueda que otros. Tom Cruise no es un nombre que se asocie con el Brat Pack y, sin embargo, es el primero que Blum pone en su lista (obvio, no aparece en el documental). Otros, como Rob Lowe y Demi Moore siguieron su camino y a pesar de los altibajos de sus carreras, hoy siguen vigentes de algún modo. Mientras que Molly Ringwald y Judd Nelson, dos de los que el público más asocia con esta era de películas juveniles, en especial por sus trabajos en las películas de John Hughes, se mantuvieron alejados de los medios. Tan alejados, que no son parte del documental de McCarthy. Ellos son los que más llama la atención que no aparezcan en Brats. El director logró que muchos de ellos le den entrevistas, que terminan siendo más terapéuticas que informativas para el espectador. Estas charlas tienen su valor y curiosidad. Moore recuerda toda la situación con bastante humor y una perspectiva que parece bastante sana: “¿Por qué nos tomamos ese nombre como algo negativo? Porque éramos jóvenes”. Emilio Estévez hace la entrevista parado y tiene una vibra bastante extraña, mezcla de tranquilidad e intensidad, pero parece haber dejado el pasado atrás. Ally Sheedy, simpatiquísima, y Timothy Hutton, devenido en granjero contemplativo, se ven como si hubiesen superado cualquier molestia que les haya provocado ser considerados parte del Brat Pack. Por otro lado, Lowe equipara al fenómeno del que fueron parte al de los Beatles y lleva a McCarthy a recordar una noche de borrachera en la que conocieron al propio Sammy Davis Jr. (Lowe hizo toda una segunda carrera como gran anecdotista de encuentros hollywoodenses, en sus libros de memorias, shows en vivo y podcast). A lo largo de la película, se produce una pequeña transformación en la visión de McCarthy sobre lo sucedido. Charlar con sus antiguos colegas parece alegrarlo y darle algo de paz. Pero el foco se mantiene durante todo el documental en el daño provocado por la nota de Blum. Lo cual lleva al clímax, la escena en la que finalmente el periodista recibe al director en su casa. La conversación es amable, pero inevitablemente incómoda. El periodista no está arrepentido. El paso del tiempo le permite tener la humildad de admitir que quería que su trabajo llamara la atención (contalo como otra de las tentaciones del periodismo) y que eso trajo “daños colaterales”; pero, también, se queja de que no le reconocieron su parte en el fenomenal éxito de El primer año del resto de nuestras vidas. McCarthy lo mira incrédulo y creo que fue la parte de la película en que más estuve de acuerdo con él. El problema de todo esto es que, al menos para mí, deja demasiado en segundo plano el análisis de lo que el Brat Pack significó para el público y para la industria. Las entrevistas que son a personas que no pertenecen al grupo, ni son el autor de la nota, son las más reveladoras. Está Malcolm Gladwell analizando el término dentro de la cultura popular; Bret Easton Ellis, siendo él, siempre diciendo algo que vale la pena pensar (por más polémico que fuere), y un par de periodistas culturales especializados en el tema, cuyos comentarios suman. En algunas de las conversaciones, McCarthy y sus colegas expresan que tienen sentimientos encontrados cuando un fan les dice que le encantan “las películas del Brat Pack”. Según ellos, aprecian al fan y se muestran corteses, pero sigue sin gustarles esa denominación. La nostalgia del público no termina de conmoverlos, o de cambiar la forma en la que ellos mismos estiman su obra. Uno de los testimonios que mejor da en el blanco es el de la productora de El primer año del resto de nuestras vidas y La chica de rosa, Lauren Schuler Donner, una veterana de Hollywood, que intenta mostrarle al director la perspectiva positiva de que todo el mundo lo conoce por ser parte del Brat Pack. Tal vez sino, no lo conocerían. Lo que me decepcionó de Brats va más allá de mis expectativas como aficionada a las películas de las que el Brat Pack fue parte. Para mí, el problema está en el foco que elige McCarthy, no en su perspectiva sobre su propia carrera y lo que él sintió, algo que no es discutible. El documental no tenía que ser celebratorio de esa época, ni de las películas. Pero la visión desde adentro de un fenómeno de la cultural popular, uno que atravesó fronteras y se mantiene a través de distintas generaciones, es demasiado atractivo para abandonarlo en pos de una sesión de terapia de grupo (en el que uno solo parece realmente traumatizado). Se puede empatizar con McCarthy, como con cualquier ser humano que vio sus sueños profesionales rotos. Lo que resulta difícil es que alguien que fue parte de películas que tanta gente ama, luego siguió trabajando como actor sin tanto éxito, y logró convertirse en director, dedique tanto esfuerzo y tiempo del público en quejarse. El encasillamiento puede haber sido injusto, la nota agresiva, pero, ¿es eso suficiente para eclipsar lo que consiguieron ese grupo de actores, directores, guionistas? ¿Para qué devaluar tu propio legado? |