Casi no suelo ir a las privadas de prensa, en especial porque se me superpone con otras tareas. Ir a una significa que tengo muchas ganas de escribir sobre esa película en particular, sin importar luego si colmó mis expectativas o si me llevó por otras zonas más oscuras. Una vez alguien me dijo: “Los que mejor manejan son los taxistas”, sabemos que las generalidades no hacen más que exagerar las excepciones, tal cita la traigo para hacer un paralelismo con la crítica. Podría pensarse que los críticos tienen un comportamiento ejemplar dentro de la sala; que se mantienen en silencio durante la proyección, que no sacan el celular (muchos menos con el brillo a tope), que no conversan con el de al lado, que no se mueven en sus butacas balanceándose para los costados con el mayor ruido posible, etc. Bueno, les cuento: todo eso sí sucede. En la función de Amor, mentiras y sangre (Love Lies Bleeding, 2024) me pasó de tener un comentario paralelo, en vivo, con observaciones como: “A esta seguro la matan”, “¡Uh, tremendo!”, “¡Malísimo!”. Ustedes pensaran que se trata de alguien joven, pues no, todo lo contrario. A esta altura, en mi caso, ya poco importa porque el sentimiento es el de una batalla perdida. La sensación es que hubo un corto circuito en ese pasaje de costumbres tácitas sobre el comportamiento en una sala de cine, hoy la norma es tener habilitado cualquier conducta similar a la de ver una película en casa. ¿Es la pandemia la culpable? No lo creo, a lo sumo lo habrá potenciado. Al día de hoy el que queda en evidencia ante una situación de pantalla de celular encendida durante varios segundos, por ejemplo, es el que llama la atención de su compañero ocasional espectador y no el que infringe una ley no charlada, aunque convenida por el hábito de la normalidad. En estos tiempos en los que parece que todo debe ser explicado, así sea lo más elemental, hay en mí una sensación de derrota cuando me encuentro -incluso al escribir esto- enunciando la posibilidad inmersiva que ofrece una sala de cine, es decir el motivo por el cual alguien paga una entrada. Algunas características que tiene un cine como tener una pantalla grande, un sonido envolvente y butacas cómodas (todo en la teoría, por supuesto) están articuladas para alcanzar ese efecto de inmersión, que no es más que introducirse en la experiencia de la manera más plena, dentro de las posibilidades. “Todo esto a cuento de qué”, se preguntarán. Hace unos días falleció Adolfo C. Martínez a los 88 años, fue periodista de La Nación y cubrió durante gran parte de su carrera los estrenos de cine como así también espectáculos teatrales, en especial los de arte español. No vengo a hacer una defensa de su tarea profesional, primero porque no me gusta esa idea de la muerte como pulidora de trayectorias ni tampoco porque nunca fui un seguidor de su trabajo. Dentro del espectro de críticos a los que sigo, las críticas de Adolfo estaban ahí en el medio, nunca extraje de ahí ideas que me interpelaran, como dice la nota en La Nación de Marcelo Stiletano (el periodista del oficialismo para asuntos del cine argentino, hoy): “Honró su oficio en cientos de textos que nunca hicieron ruido”. Tal afirmación puede verse como una virtud o un “dejá no lo defiendas tanto”. Podemos pensarla juntos. “Hacer ruido”, como expresión tiene una carga tanto positiva como negativa porque depende de una subjetividad, siempre válida, y de una cuestión de actitud. Dentro de la crítica están aquellos y aquellas que hicieron del “ruido” su motor, uno de los casos más rutilantes fue el de Pauline Kael, a quien hoy es divertida de leer y observar, casi como un fenómeno único de una época, especialmente en el inciso de su férrea pelea con Andrew Sarris. A Pauline nunca le hubiera quedado el saco de la corrección o de la cronista invisible. Quienes buscaran esa característica podían encontrarla en otros personajes. No sería correcto decir que Adolfo C. Martínez fue el último de una generación, sí afirmar que con su desaparición física puede pensarse que una forma de escribir sobre cine se terminó, la cual cambió mucho en poco tiempo aceleradamente, desde una nueva etiqueta, la de “cine y series” hasta la desesperación por tener una visibilidad instantánea, donde importa más la forma que la sustancia. Otro de los críticos de su generación fue Aníbal M. Vinelli, al igual que Martínez un hombre nutrido de otros intereses, además del cine. De esa manera era que Vinelli le ponía cinco estrellitas en Clarín a cualquier película de boxeo, sin importar si era Toro Salvaje (Raging Bull, 1990) o El luchador (Cinderella Man, 2005) porque era un fanático de ese deporte. También escribió libros por fuera de su órbita más reconocida, por ejemplo, fue el autor de Guía para el lector de ciencia ficción, editado en 1977 durante plena Dictadura Militar. La divulgación era otra de sus cualidades, mucho antes del “te recomiendo tres películas de Jordan Peele”, porque en algún programa de radio (perdón, no recuerdo el nombre) en FM Horizonte aprovechaba su columna para adelantarte alguna película que él ya había visto en un viaje, porque antes llegaban más tarde los estrenos y el concepto de simultaneidad de cartelera en Estados Unidos y el mundo, incluso con las grandes superproducciones, prácticamente era inexistente. La vara de la crítica cinematográfica hoy está en el subsuelo; la riqueza en la escritura, la investigación, el descanso de un escrito y el poder de la divulgación se halla en territorios marginales. Una de las variables para su crisis puede encontrarse en el desplazamiento de la profesión en papel a medios digitales. El concepto de escribir para un medio escrito en papel obliga a mantener un hábito metódico, el cual incluye respetar severamente una extensión, por lo tanto, cada palabra cuenta si pensamos en una porción de un diario o, también, una página en una revista. En una web o en cualquier paño digital puede creerse que el horizonte es ilimitado para escribir, en esa libertad hay una trampa conducente al caos y a un laberinto sin salida. El esquematismo de una cierta cantidad de caracteres provee una práctica, la cual se tonifica en cada publicación, esta habitualidad era algo que manejaban con gran muñeca críticos como Martínez y Vinelli. Para bien y para mal, les evitaba sentirse rodeados de los tormentos que reviste para muchos escribir sobre una película con un plazo determinado de entrega, allí también se posa una cualidad perdida en los tiempos actuales de la profesión. No vengo a traer una neblina de pesimismo, menos a decir que “todo pasado fue mejor”. Sí, a trazar una línea que nos permita pensar un cambio en la crítica, lo cual es natural porque el lenguaje de donde salen los objetos de estudio cambió, y la crítica como formato es un metadiscurso, los textos de este tipo solo existen con una obra artística, de otra forma no podría escribirse sin ella. Hoy personajes como los críticos mencionados en el párrafo no tienen razón de ser, en principio porque los lectores de los diarios mermaron considerablemente, y sus versiones digitales no compensan tal pérdida, es decir que la crítica en formato digital de Clarín, Página/12, La Nación (o el que quieran) ocupa un mismo lugar entre el mar de opciones para leer un texto sobre una película. Por supuesto, la tradición tracciona todavía lectores, hay una presencia que se mantiene. Si en los 80 o en los 90 Vinelli (por ejemplo) con su puntaje podía ser una fuente decisoria del destino de una película, hoy no lo es nadie. Esto sucede por algo mucho más simple que la escasez de críticos de oficio, pasa por un cambio en la forma de acceder a las “críticas” y, también, porque son otros los modos utilizados. La accesibilidad y la democratización de voces, algo que se decía mucho con la aparición de Blogspot y WordPress, trajo ese alcance a cualquier usuario de internet de a pie para crear su propia página. Al principio era simplemente tirar una botella a un mar de bytes. Como pasa hoy con los canales de streaming, en un momento todo colapsó y ya no había lugar para meter botellas. El concepto de lo cíclico aplica a casi todo, porque si bien hubo una saturación de blogs, eso no terminó ahí, lo que hubo fue una migración hacia las páginas de críticas de cine (y series, sí). Hacía la década de 2010 -un poco antes también- se podía personalizar una web, darle una estética propia y sumar particularidades, en un formato blog se llegaba a un límite. El acompañamiento de la proliferación digital de la crítica tuvo un correlato en la decadencia del papel, es por los 2010 que El amante dejó de salir en ese formato para mantenerse un poco tiempo más bajo el modelo de suscripción a los números digitales, salidos con posterioridad a su finitud física. Una idea que no funcionó, quizá por estar adelantada a su tiempo, porque el hábito de pagar o suscribirse a un entretenimiento, más aún a aquellos que nacieron gratis o con otra dinámica, era una costumbre que necesitaba una decantación. ¿Funcionaría hoy un sistema de suscripción a una revista de cine? Es difícil saberlo, más allá de cualquier contexto económico, sí puede advertirse que hay un público con otra disposición a pagar por algo que lo entretiene; desde películas hasta otros formatos como podcasts, o este newsletter que estás leyendo. Un poco de todo esto puede advertirse en los diferentes tipos de críticas. “Las de los jueves” eran una invitación para ver o no una película, contenían una fibra muy fina de análisis y poco o nada de revelación de situaciones narrativas claves. La explicación más básica se reducía a la imposibilidad que tenía un lector de esa crítica para tener ya vista la película, y estar en igualdad de condiciones que el autor del texto. De aquí es que se obtiene un eslabón para entender la importancia que tenía un crítico en otras épocas, incluso con solo la calificación podía llevar o no gente al cine durante el primer fin de semana. El orden también era otra característica fundamental, parte además de una costumbre tácita, porque las críticas se publicaban mayormente los jueves (solo salían los viernes si la semana venía muy cargada de estrenos). Estas críticas también eran efímeras, ya que el diario se guardaba solo para fines físicos: envolver huevos, prender un asado, etcétera. Es decir, este tipo de textos no servían para ser cotejados una vez que el lector se convertía en espectador de la película en cuestión, criticada en el texto. En ese corto tiempo de vida se hallaba la casi exclusiva finalidad de la crítica de los diarios. Las críticas, los informes y los ensayos comprendidos en las revistas de cine, tienen como distintivo, frente a una crítica de los jueves, que el lector es el que busca encontrarse con esos escritos, mientras que con las otras la lectura puede ser accidental. A diferencia del diario, la producción de textos fílmicos tiene -en Argentina al menos- un estándar de calidad probada en revistas de cine; desde Tiempo de cine en 1960, una publicación editada por el Cine Club Núcleo y la editorial Guía Práctica, que tuvo una circulación hasta 1965, luego tuvo una única aparición furtiva en 1968. El contexto de Tiempo de cine la ubicaba en el burbujeo de la primavera artística de Buenos Aires, si lo pensamos fue una acompañante natural del fenómeno Nuevo Cine Argentino de los 60. Más allá del efecto refractario con el cine local urgente, la revista fue un páramo para debatir, polemizar y desarrollar ideas sobre películas y la actualidad del cine en general. Principalmente porque reunió en sus colaboradores habituales: Carlos Barone, Edgardo Cozarinsky y Mabel Itzcovich un grupo ávido, formado y culto para escribir sobre cine. También contó con corresponsales en el exterior, una gran ayuda para sumarle un compendio de novedades en el mundo; desde festivales hasta estrenos que aquí no llegaban ni en tiempo y forma. Consideremos la ubicación temporal como clave para entender que era verdaderamente otro mundo; las noticias llegaban muy tarde o, incluso, ni llegaban. Gracias a la tarea encomiable de AHIRA (Archivo Histórico de Revistas Argentinas) pueden leerse (¡y descargarse!) todos los números de Tiempo de cine en la página web de estos investigadores del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani. Antes de este proyecto los números de Tiempo de cine solo se hallaban en hemerotecas, la biblioteca de la ENERC o en manos de coleccionistas. Entre los ejercicios que más disfruto está el de leer críticas de la época, y encontrar allí una mirada completamente diferente (en la mayoría de los casos) por diferentes factores, los cuales van desde el uso de terminología (palabras, frases y conceptos, también) hasta una percepción sobre el estado del cine en aquel momento. Muchas veces, por una cuestión generacional, nos encontramos con una película totalmente canonizada, que pudo haber tenido un proceso muy largo de aceptación o que navegó por un limbo hasta ser repensada por otra camada de cinefilia (críticos, reestreno con un público nuevo, emisiones televisivas, etc.). Recomiendo mucho leer Tiempo de cine y encontrarse, además de lo expuesto, con textos como el de Salvador Sammaritano (figura ubicada en el panteón de los que más hicieron por el cine en el país) en el número 2, intitulado “Contrabando de imágenes”. Allí hace una crónica sobre un viaje de miembros del Cine Club Núcleo y de otros cine clubes del interior, para el cual fletaron cuatro aviones con el propósito de ingresar copias desde Uruguay, también otros interesados fueron en barco por sus propios medios. Tal fue la “invasión” que el Hotel Colón de Montevideo no dio abasto, fue necesaria la ocupación de parte de otros dos, así lo describe Sammaritano. Al principio de este relato corto, al pasar, él dice que este contrabando de imágenes se cometió gracias “al engranaje industrial y comercial que hace destruir las copias de las películas al cabo de cinco años o a los caprichos de la distribución que estrena en un país lo que no estrenó en otro y viceversa”. La aventura descripta es un fiel reflejo del amor por el cine. La historia tiene muchas finalidades, entre otras para no cometer los mismos errores, hoy en día podría decirse que la fundamental es que sirve para entender un contexto. Una puesta en tiempo y espacio de un momento, un fenómeno y hasta un movimiento necesario para entender el funcionamiento de las cosas, no solo de una época en particular sino la actual, en la que nos toca vivir. De ninguna manera espero que en 2024 haya que tomarse un alíscafo para ver una película (igual para ver una cinemateca funcionando, sí) porque la tecnología nos permite acceder al cine de otra forma, mucho más inmediata. De la crónica de Sammaritano en Tiempo de cine podemos hacer un paralelo con la actualidad y el estado de las cosas en términos de la restauración y la preservación de las películas. “Pasame un link de lo que hacés”, le dice un ignoto a la directora del Museo del Cine de Buenos Aires, Paula Félix-Didier, la persona más capacitada en Argentina sobre la preservación y restauración de fílmico. Solo voy a surfear el tema de la semana (sí, una pobreza estar discutiendo esto, pero es lo que hay) para señalar que no todo es lo mismo. Hacer un upscaling con una inteligencia artificial de una copia no es restaurar, no son sinónimos. Y que probablemente ese tratamiento digital, solo pudo hacerse porque existía una copia preservada por alguien a la que le pedís un link de lo que hace. La ansiedad y, su consecuencia, la inmediatez exigida para todo nublan la mente haciéndonos creer que por la existencia de una tecnología cualquier película debe estar al alcance de todos y ya, como si siempre hubiese sido de esa forma. Hoy estamos entumecidos en discutir lo ya discutido tantas veces, en defender lo que ya se defendió y en pensar lo que ya se probó que es de una manera y no de otra. Para hacer de esto una entrega circular, la pérdida de ciertos personajes parecieran dar cuenta de una práctica o una costumbre que también se van para no volver. Es una tarea más que tenemos -al menos desde mi punto de vista- los divulgadores más allá de recomendar una película, de intentar poner en valor otra o invitar a un ciclo o un evento, también nos compete mantener viva la historia desde el andarivel de las teorías, la ciencia y las viejas tecnologías que debieran perdurar para siempre. Hoy nos toca defender la restauración del upscaling, porque no son sinónimos y no da todo lo mismo. El día que eso suceda será una señal más para saber que estamos en el mundo de Idiocracy (2026) y, para entonces, será demasiado tarde. |