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199 – Asustemos a Jessica hasta morir, por Fer Mugica

Publicado el 26 de marzo de 2024

Hay muchas razones para decidir ver una película. Tal vez, te cruzaste con un trailer atractivo o te la recomendó un amigo o amiga. Uno de los motivos más comunes para elegir una película es porque actúa tal actor o actriz, o porque te gustaron las películas anteriores del director.

Quizás leíste una crítica del film que te llamó la atención (déjame creer que esto puede seguir pasando); o, siendo más realista, un influencer te dijo que era una de las mejores películas de la historia del cine y después te pidió que le des like y te suscribas a su canal. Puede ser que caigas víctima de una campaña de marketing que te convenció de que no podías quedarte afuera y sufrir FOMO. O el algoritmo, que cree conocerte, la ofrece cada vez que abrís una plataforma de streaming.

De verdad, hay mil maneras. Más sofisticadas o menos, al final, todas se basan en un detalle que funciona como carnada para que piques y vayas al cine o les des play a una película. Entre todas esas, hay una forma de atraer espectadores que parece básica, pero es compleja de lograr con eficiencia: el título.

Es básica porque es lo primero que conoce el potencial espectador sobre lo que va a encontrar en la pantalla. Pero es esa cualidad primaria y directa, la que hace que encontrar el título justo para una película sea un trabajo complicado, un arte para el cual hay que ser un lector aguzado del film y tener astucia marketinera.

Sin ambas capacidades, el resultado puede ser aburrido, no comunicar bien el espíritu de la película, o, directamente, ser confuso. Pensalo, hay que tener demasiados factores en cuenta. Se trata de dar cuenta de una historia, de su tema, de un tono, en pocas palabras. Tiene que sonar bien. Ser fácil de recordar.

¿Exagero? No me parece. Casablanca es mejor título que Everybody Comes to Rick’s, que era como se llamaba la obra en la que está muy libremente basada. Es corto, tiene un halo de misterio y resulta perfecto para una historia en la que su locación es clave. El padrino suena mejor que Mafia, una posibilidad que pensó Mario Puzo. 3000 no suena tan bien como Mujer bonita, un título acorde a los cambios que había sufrido el guión en su paso de drama sobre la prostitución a cuento de hadas moderno.

Claro que los títulos después tienen sus traducciones a distintos idiomas y ahí pasan cosas maravillosas. Están los imposibles de recordar porque hay mil iguales, como los que llevan las palabras “secreto” “condena” “obsesión” “peligro”; o en las películas de “diabólico” o “exorcismo”, cuando sus títulos originales no tienen nada que ver. I Confess (1953), de Alfred Hitchcock, se llamó en la Argentina Mi secreto mi condena, mientras que el título local de Klute (1971), de nuestro queridísimo Alan Pakula, se tituló El pasado me condena. Complicado.

Pero también hay un increíble espacio para la imaginación y la jugada marketinera de la que nacen títulos que mejoran al original. Uno de mis preferidos es Venecia rojo shocking (1973), que para mí es mucho más atractivo y representa mejor a la gran obra de Nicholas Roeg que el original Don’t Look Now.

Por supuesto, los españoles tienen interpretaciones geniales como Jo, ¡qué noche! (After Hours, 1985), de Martin Scorsese, llamada Después de hora en la Argentina; o Con faldas y a lo loco (Some Like it Hot, 1959), de Billy Wilder, que tuvo como título local Una Eva y dos Adanes (o sea, nada que ver con nada).

Bueno, basta, porque el tema me divierte demasiado y me entusiasmé, pero no es de lo que quiero hablar hoy (¿tal vez da para otra entrega?). De lo que sí quiero hablar es de una película que se llamó Jessica, hasta que Frank Yablans y su equipo de marketing de Paramount le pusieron un título perfecto, directo pero evocativo: Let’s Scare Jessica to Death.



Asustemos a Jessica hasta morir (1971), como se llamó por esta parte del mundo, fue el primer largometraje de John D. Hancock (no confundir con John Lee Hancock). Si no te suena, no te sientas mal (¡¿?!); yo no lo conocía hasta hace poco (tampoco es como si yo conociera todo revoleo de ojos). En fin, no es un nombre que esté en el mainstream, ni tampoco es un favorito de la crítica.

Hancock nació en Kansas City, EE.UU., en 1939. Fue a Harvard y después estudió teatro en Europa. Se dedicó a dirigir teatro desde muy joven, haciendo puestas de obras de Shakespeare y trabajando con Tennessee Williams. Le iba bien, pero quería incursionar en el cine.

Después de un proyecto que quedó en la nada, Hancock filmó el cortometraje Sticky My Fingers…Fleet My Feet, producido gracias a una ayuda del American Film Institute. La nominación al Oscar como Mejor Cortometraje lo puso en el mapa de la industria como uno de los directores listos para dar el salto al largo.

La oportunidad vino de la mano de Cathy Wyler, la hija del legendario director William Wyler, que trabajaba como ejecutiva de desarrollo de proyectos y había quedado impresionada con el cortometraje de Hancock. Fue ella quien le envió el guión de It Drinks Hippie Blood, otro gran título, ya que estamos con ese tema.

El guión escrito por Lee Kalcheim, quien se especializaba en comedia y terror, era una sátira del cine de terror, que se centraba en un grupo de hippies amenazado por un monstruo que vive en el agua. La verdad, me encantaría ver esa película.

A Hancock no le interesó tanto esta premisa. Pero quería hacer una película y esta ya tenía asegurada la producción, por parte de una dupla de padre e hijo, dueños de varios cines de Nueva York. El director se la jugó y les dijo a los productores que él la haría solo si lo dejaban reescribir el guión. Los productores, Charles B. Moss y Charles Moss Jr., le dijeron que todo bien, que hiciera lo que quisiera siempre que cumpliera con los siguientes requisitos: tenía que ser una película de terror, en la que hubiera una escena de una sesión de espiritismo y tenía que aparecer una mujer misteriosa vestida de blanco.

Era un buen acuerdo. Lo que le interesaba a Hancock era hacer una película que fuera realmente de terror, no una parodia. Así que tomó los pedidos de los productores y se puso a trabajar sobre el guión de Kalcheim, quien aparece en los créditos con el seudónimo Norman Jonas (al igual que Hancock, quien dice que aunque nunca conoció al guionista original, entiende que no está orgulloso del guión y él tampoco).

“Siempre me gustaron las películas de terror, pero estaba motivado a hacer de Jessica el tipo de film de terror que quería ver, algo que resonara con mis miedos. Me alarmaba la noción de que no podés apaciguar o vencer al mal; vive para siempre y alrededor nuestro, así que trabajé ese miedo dentro de la historia. Realmente me asusté a mí mismo una noche cuando estaba escribiendo el guión y esa experiencia fue reveladora para mí. No pensaba que era posible asustarme durante el acto de escribir y estar concentrado, pero me dio escalofríos”, dice el guionista y director, en el libro Hancock on Hancock, de Michael Doyle.

No podemos saber si Hancock realmente se asustó escribiendo el guión o nos quiere vender la película, pero es verdad que el gran acierto de Asustemos a Jessica hasta morir es crear una atmósfera de inquietud. Para lograrlo, el director apeló a varios elementos, de los que ya hablaremos, con una base en el concepto del slow-burn o fuego lento, referencia que según él tomó de Alfred Hitchcock, cuyas películas estudió de forma minuciosa, proyectándolas en 16mm antes de comenzar el rodaje y tomando notas.

La película es inquietante desde la primera escena, sin embargo, la construcción a paso tranquilo de una situación de peligro constante que parece llevar a la tragedia de manera inevitable, es lo que coloca a una historia dramática en el terreno del terror (eso y alguna cosa más que sucede en el desenlace).

El primer plano de la película presenta a una mujer sentada en un bote, en medio de un lago, con un amanecer de tonos cálidos como telón de fondo. Parece uno de esos pósters con citas bíblicas avejentados que tenían en mi colegio (tal vez por eso me resultó inquietante); una estética muy setentosa.

La voz de la mujer se escucha en off: “Me siento aquí y no puedo creer que haya sucedido. Y aun así tengo que creerlo. Sueños o pesadillas. Locura o cordura. No sé cuál es cuál”.

Tras esas palabras que te dejan queriendo saber qué pasó, un fundido avisa que lo siguiente será un flashback. Y los próximos planos sorprenden con bastante misterio y hasta un cierto sentido del humor, aunque lo sombrío prevalece.

La protagonista de la historia es la titular Jessica (Zohra Lampert), una mujer joven que acaba de salir de un centro psiquiátrico y se muda de Nueva York a una casa en un lugar tranquilo, cerca de un pequeño pueblo de Nueva Inglaterra. Con ella viajan su marido, Duncan (Barton Heyman) y un amigo de ellos, Woody (Kevin O’Connor), todos a bordo de un auto fúnebre, que tiene pintado al costado la palabra “amor”. Si, son hippies (¿o lo fueron?), un dato no menor, ya que parte del clima ominoso de la película puede relacionarse con el costado más oscuro del movimiento y su final signado por los crímenes del clan Manson, durante el paso de los años sesenta a los setenta.

Jessica escucha voces y ve cosas, pero tiene miedo de hablar porque sabe que no le van a creer y la van a internar de nuevo. Pero cuando cree ver a alguien que se esconde en la granja a la que se están mudando, su marido le asegura que él vio lo mismo. La alegría de Jessica al comprobar que su visión era real, es devastadora. No le preocupa que haya alguien extraño en su nueva casa, porque, al menos, no era producto de su mente confundida.

A quien encuentran es a Emily (Mariclare Costello), una ocupa a la que dejan quedarse con ellos, supongo que imbuidos del espíritu hippie. Pero como ya recordamos, para la cultura popular, ser hippie a principios de los setenta es más peligroso que simpático.

No te voy a contar más sobre la trama. Espero que veas la película. O si ya la viste, sabes qué pasa.

La dificultad de Jessica para distinguir la realidad que la rodea de la que sucede en su mente es el centro de la película. Inspirado por La casa embrujada (The Haunting, 1963), ese enorme film de Robert Wise, y por Otra vuelta de tuerca, la nouvelle de Henry James, Hancock apela al terror de no poder discernir entre lo que es real y lo que imaginamos. Ese terror, como sucede en sus referencias, está representado en lo que le sucede a una mujer, porque el miedo a que nadie te crea y ser vista como poseída por la histeria son, lamentablemente, parte de la experiencia femenina. Jessica no sabe en qué, ni en quién confiar; a pesar de la compañía, se encuentra sola peleando contra miedos y enemigos que no sabe si existen.

El trabajo sobre estas nociones es lo mejor de Asustemos a Jessica hasta morir. Como decía antes, hay varios elementos de la puesta en escena que Hancock utiliza para crear ese clima inquietante y subirle la intensidad de a poco. Para empezar, cuenta con la actuación de Lampert, que no puedo decidir si me encanta, pero resulta perfecta para la película. La actriz, reconocida por su trabajo en teatro, trabajó con John Cassavettes y Gena Rowlands en Noche de estreno (Opening Night, 1977) y, tal vez, eso te sirva para imaginar el tipo de intensidad que manejaba.

Mientras los planos más abiertos retratan la belleza otoñal de los paisajes de Nueva Inglaterra, que contrastan con la amenaza que se cierne sobre la protagonista, los primeros planos y planos detalle que elige el director tienen un impacto directo en la creación de suspenso, sobre todo por lo que queda afuera. También, se ocupan de subrayar las emociones que invaden a Jessica y su lectura sobre lo que le sucede a los otros personajes.

La casa, elemento central en la película, está filmada y decorada en su más siniestro esplendor. No parece el ambiente ideal para llevar a una persona que se está recuperando porque escuchaba voces y veía cosas que no estaban ahí.

El diseño de sonido es clave en esa construcción de lo ominoso. Además de las voces, que llaman a Jessica, que la mantienen alterada y alerta, hay una cantidad de sonidos que persisten en el fondo y que ponen al espectador en ese mismo estado. En una escena, en la que los protagonistas cruzan en ferry hacia donde está su nuevo hogar, un alarido escalofriante no tiene una fuente evidente, ni ninguna explicación, sino que funciona como un augurio sonoro del horror que los espera del otro lado.

Orville Stoeber compuso melodías para piano y guitarra que son sombrías, pero con Hancock decidieron que necesitaban algo distinto para cuando el terror aumenta y se hace ¿real? Entonces decidieron recurrir a Walter Sear, para agregar música con sintetizador, convirtiendo al film en uno de los primeros de terror en usarlo para su banda de sonido, lo cual luego sería muy común.

Asustemos a Jessica hasta morir me hizo pensar en una película sobre la que escribí hace poco por acá, Messiah of Evil (1974), de Willard Huyck y Gloria Katz. Ambas tienen puntos en común en sus tramas, su construcción de un clima de terror y comparten un espíritu de la época, con la paranoia como un sentimiento propio de ese momento histórico.

Sobre todo, las dos tienen algo imperfecto que las hace aún más interesante que muchas películas que podrían considerarse más redondas. O más exitosas. Asustemos a Jessica hasta morir, que se filmó en veintiséis días y tuvo un presupuesto de doscientos cincuenta mil dólares, no fue un gran éxito de taquilla o de crítica (se estrenó en cine y tuvo una edición en VHS). Como sucedió con Messiah of Evil, que tuvo una distribución mucho más accidentada, fue recuperada en este siglo como película de culto y recién desde hace poco se habla sobre ella como un título destacado del cine de terror de los setenta. Stephen King y Rod Serling, el creador de The Twilight Zone, se cuentan entre los fanáticos que hicieron pública su admiración por la película de Hancock.

Un signo de la época y otro punto en común entre ambas películas es el final desesperanzador. Los directores de los años setenta no temían cerrar las historias con pesimismo y menos aun los que se dedicaban al terror.

“Creo que Jessica es un personaje que está fascinado y acosado por el espectro de la muerte; del deterioro; de la oscuridad; del abismo. Es fácil para el público ver a alguien como ella y que su primera reacción sea de lástima o tristeza, tal vez, hasta enojo o intolerancia. Pero creo que eventualmente hay una revelación de que todos nos sentimos como Jessica alguna que otra vez. En nuestras vidas todos hemos experimentado momentos de soledad, aislamiento, angustia, terror; un sentimiento de que ya no estamos en control de nuestras propias vidas y destinos. Todos somos vulnerables en cierto punto. Jessica podría ser nosotros y nosotros podríamos ser ella, y esa es una de las cosas que le da a la película su poder”, dijo Hancock, en el libro ya citado.

Las reflexiones del director sobre su película son serias, porque la película también lo es. En una nota que leí, emparentaban al film con el “terror elevado”, aunque la autora renegaba de esa categorización. Estoy de acuerdo con ella, en ambas cosas. Hay un tema, un tono y una estética que ponen al film de Hancock en esa categoría de películas en las que el terror está tratado como un drama, más que como un espectáculo efectista de sangre y violencia (no es que haya nada de malo en eso). *

Fue uno de los pocos jump-scares (sustos) de la película, cuando Emily aparece por primera vez en la oscuridad de la casa, lo que convenció a Richard Zanuck de contratar a Hancock para dirigir Tiburón II (Jaws II, 1978). Pero esa es una historia, que te advierto que no terminó bien, para otro día.

Tal vez el título Asustemos a Jessica hasta morir sea un poco engañoso en ese sentido. Cuando leí por primera vez que existía una película de terror de los setenta con ese título y corrí a verla, esperaba algo más lúdico. Creo que interpreté el título como una burla, la expresión de un juego macabro. Pero me encontré con que el “nosotros” tenía un tinte ambiguo en el film, que podía ser la expresión de una psiquis perturbada o un colectivo de seres con intenciones malignas. Y que el juego tenía dimensiones trágicas.

Algo interesante del título de una película es que puede ser perfecto, aun cuando te haya dado la impresión equivocada. A veces, hasta termina resultando mejor.

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