Pensé que había sido hace poquito, pero la verdad que fue hace como un año y pico de entregas de los martes que me metí en un tema escabroso y apasionante.
“Eso es siempre”
Bueno, no te voy a decir que te equivocas porque la verdad que tenés razón. Decía—
Hace fácil año y pico que me metí en el fantabuloso mundo del cine quinqui, pero solo para nombrarlo por otra cosa.
Fue en una entrega que tuvo su versión sonora acá, así que si te llegan los otros, te lo podés escuchar de arriba. El punto—
“Por dios, el punto”
Eso mismo: es que el cine quinqui es precioso y no hay demasiado escrito de él.
Convencido de que había libros en España por montones, solo encontré algunos ensayos universitarios y reseñas de películas particulares.
Enorme fue mi sorpresa cuando me enteré que solo dos libros libros sobre el tema salieron hace un par de años y en inglés y a juzgar por su precio de tapa —en incluso en versión digital— suenan más a material de estudio que a historia del cine.
Sí hay, es justo decirlo, muchos libros sobre la cultura quinqui, pero casi ninguno sobre las películas. De ambas cosas vamos a hablar un poquito —a este tema le veo pasta de “entregas sobre alemanes” así que seguramente vuelva en un futuro ¿cercano?— para llegar a de quien quiero hablar realmente.
Pero empecemos por sacar al elefante del cuarto: quinqui no es una forma ibérica de llamar a lo kinky o extravagante o, si sos muy puritano, a lo desviado como sí ífi es la forma del llamar al hi-fi o güífi la de llamar al wifi.
Es un apócope de quincalla, que si lo buscamos en el diccionario nos va decir que es un “objeto de poco valor”
Sacado esto del medio, vayamos de mayor a menor.
Para cuando la dictadura de Franco ya estaba prácticamente extinta, todos podríamos contestar rápidamente “Vino el destape” y tendríamos razón. El destape español, el argentino o cualquiera de un país que haya venido de represión y dictadura funcionó más o menos igual.
Y si bien del destape español salieron nombres como Almodóvar, Trueba, Colomo o Iborra y del nuestro un montón de películas testimoniales o con gente de la televisión en pelotas de Aries Cinematográfica, no estamos acá para comparar ese allá con este acá, así que sigamos con lo que veníamos hablando—
Porque en paralelo a este mundo de noches, colores, falopa y películas increíbles, en los márgenes, en el submundo, en esa zona a la que el glamour no llegaba estaban pasando montones de cosas.
En las barriadas periféricas, muchas parte del plan desarrollista —fallido, por supuesto— de Franco, la pobreza y la marginación llegaban a límites históricos.
Las dos salidas clásicas de este tipo de zonas eran la cárcel o la heroína, que se conseguía con facilidad y por poco dinero.
Así fue como esos barrios, pensados para la clase trabajadora, se convirtieron en barrios quinqui cuando los índices de desempleo y salarios subieron y se desplomaron respectivamente.
(Todo esto viene de la llamada “crisis del petróleo” de 1973, que si tenés ganas de ponerte a leer adelante, pero este es un newsletter de cine, nidea)
A eso hay que sumarle un gobierno democrático que no terminaba de culpar a Franco ni tampoco de hacer mucho pie, apoyó sin dudarlo un segundo a la llamada “movida Madrileña” porque había en ella cosas a las que seguir y no recordaban tanto los problemas que seguían estando y quizás acrecentándose.
El cine quinqui llegó a barrer con todo esto. A mostrar descarnadamente el consumo de sustancias, la delincuencia y todo lo que había en ese mundo sin que “la moral” —si es que existe, lo dijimos dos millones de veces— se interpusiera en el camino.
Porque el cine, atento a las expresiones de las afueras —si eran por negocio o convicción, si querés, lo hablamos en otro momento— se hizo eco del fenómeno que la sociedad más “en otra” no quería ver. Y, si querés que sea cínico del todo, le dio una oportunidad a esa sociedad de ir a verlo al cine y no a dos barrios de distancia sin película en el medio.
Pero, antes de que me grites “filmando pobres como los checos del cine argentino” y quizás tengas al menos un poco de razón, dejame que haga una salvedad importante. Muchos —no todos, okey, pero muchos— de los directores del cine quinqui, quizás en contraposición moral con la movida madrileña, quizás simplemente como modo de vida, filmaban como vivían.
Podríamos hablar de un exploitatior capaz de montar cualquier género como José Antonio de la Loma, responsable de Perros callejeros (1977), Perros callejeros II: Busca y captura (1979) o Yo, el vaquilla (1985), de directores más “encumbrados” luego o ahí nomás como Carlos Saura con Deprisa, deprisa (1981) o Vicente Aranda con El Lute (1987), pero más que nada para entender el fenómeno deberíamos hablar del querido Eloy de la Iglesia y algunos de sus éxitos como El pico (1983), Navajeros (1980), Colegas (1982) o La estanquera de Vallecas (1987).
Y caramba que de la Iglesia filmó como vivió o, mejor dicho aún, murió como filmó.
Y ahora viene la parte del volantazo. Porque no estoy acá para hablar de De la Iglesia, ni siquiera de su socio —en la pantalla, el amor y los vicios— como fue el actor José Luis Manzano (sí, algunos homónimos son irresistibles), sino de un personaje más ¿marginal?
Sí, marginal en este caso se puede malinterpretar, pero bueh.
“Y quién es”
El Pirri, por supuesto. El Pirri.

“¿El que estaba con Tinelli?”
No, pero hubiera sido hermoso verlo al Pirri con Tinelli. Si lo querés ver en la tele, podés darle play a esto, pero hacelo después. Decía—
José Luis Fernández Eguía, más conocido como el Pirri, nació en Madrid en 1965. Criado por un abuelo en la más absoluta pobreza, en las periferias de Madrid, desde corta edad vivió una vida de privaciones, crimen menor y mucha, pero mucha heroína, lo que en la España de ese momento se definiría simplemente como un toxicómano.
Recordemos como dijimos antes cuando hablábamos de la cultura quinqui: el fenómeno de la heroína —basta con ver El pico o incluso películas que podrían considerarse “del otro bando” como Arrebato (1979) de Iván Zulueta para entenderlo mejor— era más ubicua que casi cualquier cosa en la España de esa época.
Pero el Pirri, además de todo lo citado más arriba, era encantador. Tanto, que en su deambular por la ciudad capital cruzó su camino con un guionista: su nombre era Gonzalo Goicoechea.
Quizás sea momento de empezar a acrecentar el mito con leyendas que no están del todo claras ni grabadas en piedra: se dice que el Pirri escapaba de un robo menor (un paquete de cigarrillos) y se cruzó con “otros como él” que estaban yendo a un casting.
¿Es verdad? Cómo saber. ¿Es hermoso? Claro que sí.
Goicoechea —periodista de Interviú devenido en guionista quinqui de la mayoría de las películas de De la Iglesia—, se la pasaba buscando “no actores” y encontró oro cuando se cruzó con el camino de quien, para muchos, se convertiría en una leyenda.
Porque lo que pasó con el Pirri fue bastante cercano a eso: una leyenda de un género marginal del cine español.
Fue casteado de inmediato para un pequeño papel en Navajeros, luego en Maravillas (1980) de Manuel Gutiérrez Aragón, luego en la quizás menos quinqui pero igualmente furiosa La mujer del ministro (1981), luego en Colegas (1982) ambas de de la Iglesia, en El sur (1983) del más serio Víctor Erice, en La ejecución (The Hit, 1984) de la por entonces joven promesa del cine británico Stephen Frears (!), en El pico 2 de de la Iglesia, y en varias más como Sé infiel y no mires con quién (1985) de Fernando Trueba.
Por si justo no estás haciendo cuentas, el Pirri empezó su carrera a los catorce años.
Todos los que se cruzaron con él hablan de un profesional que venía con los diálogos estudiados a la perfección y una capacidad de improvisación casi única. Basta verlo en escenas donde no tiene ni diálogo, cómo la atención se va a él casi invariablemente.
Uno de sus últimos papeles —uno muy pequeñito— fue en La estanquera de Vallecas. La intención de de la Iglesia era darle un papel más grande, pero el Pirri estaba preso por robo a mano armada y era difícil que se pudiera comprometer más que para alguna salida transitoria.
Porque, quizás no haga falta que te lo aclare, los berretines seguían ahí, solo que con una carrera cinematográfica a cuestas.
En lo que hubiera sido algo hermoso pero —spoiler alert— no pudo ser, el Pirri empezó a trabajar de crítico de cine en un programa periodístico en 1988. Acá lo podés ver dando sus pareceres de Robocop (1988) de Paul Verhoeven.
En esta presentación televisiva, igual que en la anterior que te dije que no veas todavía, pero que seguramente ya viste porque ya sé muy bien cómo sos (?) se puede notar el por qué el Pirri era una leyenda.
Podríamos arriesgar sin temor a equivocarnos que los programas de tele invitaban al Pirri para reírse de él y no con él. Lo que hace en ambos casos, y en casi cualquier caso que puedas encontrar por ahí, es dar vuelta la situación y terminar riéndose de los que pensaban que tenían todo claro.
Desgraciadamente, esta vida en los medios duraría poco. El Pirri, la versión oficial dice que de una sobredosis, la extraoficial —esto es, la que no es de la policía— dice que fue la policía pero nunca lo sabremos, dejó esta dimensión en mayo de 1988, apenas dos meses después de esa reseña de Robocop. Tenía 23 años.
No: nunca te prometí que nos íbamos a cagar de risa.