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162 – Pero qué pasa con tantos alemanes

Publicado el 23 de febrero de 2023

La semana pasada en estos envíos hablamos de la muerte sin mucha pompa de Fritz Lang, de las aventuras en las que —él contaba, muchas veces— se había metido y varias cosas más.

Y cada vez que se habla de Lang, como inmigrante se lo suele poner junto a los nombres de los otros alemanes que fueron llegando a Hollywood en algún momento de los años treinta como Ernst Lubitsch, William Wyler, Robert Siodmak, Lotte Reiniger o Douglas Sirk, pero más que nada se pone junto al otro gran —notar la cursiva, todos estos nombres son grandes, pero quizás para “la historia del cine” el otro grande es este— director alemán del expresionismo que fue Friedrich Wilhelm Murnau, o FW Murnau o Murnó, como lo bautizamos acá hace unas semanas, creo que los martes.

Y si bien hablamos de la aventura de filmar Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922) sin los derechos de Bram Stoker y varias delicias más en ese envío, quizás sea momento de hablar de los últimos días en la vida de Murnó, además de hablar de otra película que ficcionaliza el rodaje de la épica de vampiros del director alemán, quizás un poco demasiado por el bien de la narrativa.

Y, ya que tenemos la historia de Lang fresca, trazar una serie de paralelos que hagan que no se los vuelva a poner en la misma lista por un rato. O sí, nidea.

“Son un montón de cosas”

Lo sé y haré todo lo posible.

“Así me gusta. Empecemos”

Ya empezamos.

Murnau no había escapado de los nazis, había llegado a Hollywood un poco antes. ¿Early adopter? Puede ser. El punto es que para 1926 ya estaba bajo contrato de la Fox y para 1931 ya estaba muerto.

Y sus días en Hollywood fueron casi casi como los de Lang: una gran explosión al principio, cierta salida en fade y un intento de volver a Alemania.

“Ah, por eso las pegaste”

Cooorrecto. La cosa fue más o menos así—

La primera película que Murnau hace para la Fox es un éxito descomunal: se trata de Amanecer (Sunrise, 1927) un drama con un plan de matar a la esposa de un hombre en manos de la pretendiente que le valió ganarse uno de los primeros Oscars que se entregaron.

El punto es que las dos películas ya sonoras que hizo inmediatamente después: Los 4 diablos (4 Devils, 1929) un drama circense y El pan nuestro de cada día (City Girl, 1930) la historia de una chica de ciudad en el campo, fueron dos fracasos estrepitosos.

Murnau, recién llegado, no era profeta en su nueva tierra. Y era algo que sospechaba, porque en 1927, con el viento de cola de Amanecer había intentado volver a Alemania y firmar un contrato con la UFA que finalmente nunca se materializó. Casi que podríamos decir que Los 4 diablos y El pan nuestro de cada día son, en su filmografía, dos premios consuelo.

Murnau después de todo esto iba a hacer lo impensado: se iba a retirar a las playas del Pacífico. Así fue como de la mano de Robert J. Flaherty —pionero del documental, responsable por la docuficción Nanuk, el esquimal (Nanook of the North, 1922), algún día deberíamos hablar de él y, sobre todo, de su influencia— filmó la que, no sabía que sería su última película: Tabú (Taboo, 1931)

Las historias sobre Tabú son muchas y muy jugosas, quizás algún día haya que hablar de ella largo y tendido, pero: las diferencias creativas entre Flaherty y Murnau eran, por decirlo de una manera amable, totales. Al punto que Flaherty decidió renunciar a firmar la película con el alemán y seguir su camino.

Y decir “el alemán” y “camino” quizás fue un poco cruel teniendo en cuenta lo que iba a pasar después, pero vas a tener que esperar.

Porque antes deberíamos hablar de cuando Murnau estaba en Alemania, y de la película que le valió llegar a Hollywood incluso antes de que fuera un tema de ayuda humanitaria.

Ya hablamos de los vericuetos legales de la adaptación sin papeles del Drácula de Stoker, concentrémonos en el rodaje de la película. O mejor dicho, en la película que lo reconstruye. Y lo hace, digamos todo, como quiere.

Hablo de La sombra del vampiro (Shadow of the Vampire, 2000) de E. Elias Merhige, una película muy genial y bastante poco exacta, donde hasta su guionista dijo “haber inventado las cosas que uno sabía”

Y antes de que levantes tu dedo acusador como los hinchas de las historietas cuando le cambian el color a un traje, te digo: La sombra del vampiro es una pieza de ficción que se basa libremente en las leyendas alrededor del rodaje de Nosferatu para contar una historia muy entretenida.

La base de todo es que Murnau, por la pureza de la narrativa, había contratado a un vampiro real para hacer del chupasangre del film.

Nada de todo esto podría estar más alejado de la realidad: lejos de la megalomanía arrolladora de Fritz Lang unos años después, nadie odiaba a Murnau ni en Alemania ni luego en Hollywood.

Se hablaba de un director muy educado, que pedía las cosas que necesitaba de la mejor manera y sin maltratar a nadie.

Murnau se había ganado un lugar en Hollywood, y todos los querían bastante. Era amigable y respetado, una cruza poco habitual pero que aseguraba una carrera muy duradera.

Sobre Schrenk el “vampiro” de la película de Merhige en realidad sí se saben muchas cosas: actuó en una veintena de películas antes de morir de un infarto a los cincuenta y siete años en 1936.

Además de eso tuvo una extensa carrera teatral, pero todo se vino cuesta abajo, como pasó con una gran parte de los actores del período mudo cuando llegó el sonido y la voz no pegaba con la trucha.

Hechas todas estas salvedades, que no van a hacer ni de casualidad que no quieras ver La sombra del vampiro, volvamos a Murnó en Hollywood.

Faltaban unos meses para el estreno de Tabú y Murnau ya había firmado un contrato por varias películas dejando Fox y pasando a Paramount. El futuro parecía un lugar mejor.

Y acá es cuando el “camino” que puse más arriba en una de esas fue una profecía autocumplida, porque el 11 de marzo de 1931 su auto perdió el control en una ruta de Santa Mónica haciéndolo volar del mismo y morir en el acto.

A bordo del auto —y hasta se dice que era quien lo manejaba— iba un muchacho filipino de 14 años, contratado como valet del director alemán, llamado Garcia Stevenson.

Los rumores —en una industria que sabía que Murnau era gay, pero en el closet— no tardaron en llegar a las columnas de chismes del los diarios: que estaban teniendo sexo mientras manejaban y demás delicias.

Estas especulaciones macabras y, por cierto privadas, fogoneadas años más tarde en ese clásico del despropósito que es Hollywood Babilonia de Kenneth Anger, fueron demasiado para un Hollywood que estaba tratando de hacer buena letra entre tanto Sodomo y Gomorra que había estado pasando hasta hacía unos pocos años antes.

Como resultado, sólo once personas —entre ellas Greta Garbo— fueron a su velorio.

Tras todo el revuelo y el velorio al que no quiso ir nadie por el qué dirán, sus restos fueron enviados a Alemania, donde fue enterrado en el mausoleo familiar.

Y acá empieza otra aventura, que es la del cuerpo de Murnó.

“Momento ¿qué?”

Bueno, porque en algún momento de los años setenta, la tumba fue profanada, dejando el ataúd abierto en medio de la noche.

“No puede ser”

Y esperá que hay más: porque en 2015 se dieron cuenta de que se había forzado la entrada al mausoleo nuevamente. Esta vez, en términos de Crónica, el hallazgo fue algo más macabro.

Porque encontraron el esqueleto, pero no el cráneo. Encontraron el el lugar estos consumidos de velas, que apuntarían a un ritual ocultista de algún tipo.

Nadie sabe muy bien dónde fue a parar la calavera de Murnau, nadie sabe muy bien quién fue ni por qué. Una cosa es cierta: hace crecer el mito de una manera descomunal.

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