Suelo repetir casi como un mantra —que, por cierto, me debe importar solo a mí— dos conceptos: uno, que es importante cómo llegamos a las películas además de llegar a ellas.
Puede ser una pavada, pero poder fechar el momento en el que las vimos nos pone “en situación” de quiénes éramos, cuál era el mundo y varias cosas más.
Esto, claro, cuando las vimos más o menos “a tiempo”, algo para lo que dependen montones de factores en los que la edad y el azar no son precisamente ajenos.
¿Estoy diciendo con esto que tiene un valor llegar primerx a algo? Más vale que no, no vamos a esos esxs taradxs que se despiertan a las cinco de la mañana para ver antes el episodio de una serie, hablo de que si llegamos a verla más o menos a tiempo bien, si no, también.
Y cómo llegué a esta película —perdón por la autorreferencia— podría considerarse relativamente ideal.
Era joven y no sabía lo que hacía.
“No te pedí tanta autorreferencia”
Verdad que no. Pero volviendo…
Era joven y no sabía lo que hacía, y la vi casi casi de casualidad, sin saber de que se trataba ni quién la había dirigido ni nada. Solo sabía que “la tenía que ver”
La cosa es así: yo tenía —asumo— unos doce años cuando El silencio de los inocentes (The Silence of the Lambs, 1990) de Jonathan Demme salió en video.
“Ah, mirá cómo tiró el título sin decir agua va”
No se puede hacer más lento (?) Decía—
Si viviste la época del videoclub, un tema por el que nos hemos paseado por acá tantas veces que ya a esta altura si no lo viviste podés hasta tener recuerdos implantados por este newsletter, sabrás que ese hype que hoy se vive en redes antes se vivía en esos estantes.
Porque, antes de la llegada de Blockbuster —del que hablamos alguna vez también, hemos hablado de montones de cosas— los videoclubs más o menos respetables de barrio, hacían el esfuerzo de comprar más de una copia de las películas que, presumían, iban a ser éxitos, ya sea por su desempeño en sala, en premios o ambas.
Y de la película de Demme en mi videoclub amigo había varias. Y estaban siempre alquiladas. Recuerdo ir a probar suerte muchas veces hasta que un día, harto de tentar a la suerte, decidí reservarla.
Sí, se reservaban las películas. Puede sonar alíen a alguien joven, pero todo niño sensible sabrá de qué estoy hablando (?)
Con tanta buena suerte que conseguí una reserva para el sábado a la noche. Recuerdo haber esperado el llamado del videoclub avisando que ya la habían devuelto casi como una mañana de reyes y casi casi a última hora el llamado llegó, y volví a mi casa con la copia de LK Tel de esa película que no sabía ni de qué se trataba, pero tenía que ver.
Y si leíste con atención habrás notado que muy al principio dije que repetía como mantra dos conceptos.
“Y cuál es el otro”
Bueno, justamente, era para marcarte que no me olvidé y que ahí viene.
El segundo es llegar, como venía diciendo hace un instante, a las películas con la mayor ignorancia posible.
No, no estoy diciendo publicar en redes sociales que “Hitchcock no es para tanto” con una remera de “Written and directed by Quentin Tarantino”, nadie te pidió tanto.
Hablo de hacer oídos sordos al hype, al teaser poster, al poster, al teaser trailer, al trailer y a toda esa pavada. Ver el afiche —cuando la película esté para ver realmente— y sentarse a verla.
¿Y por qué hago toda esta intro interminable? Porque después de pensarlo mucho, me di cuenta que aprendí esto hace unos treinta años sin saberlo, esa noche que llegué casi de pedo a esa copia en VHS de El silencio de los inocentes.
Una película que tiene, como todas las buenas, una historia algo accidentada. Historia en la que, obviamente, nos vamos a meter.
Y que empieza muchos años antes y con un personaje, si no conocés la historia, impensado. Un actor.
“Ricardo Darín”
No tanto. Gene Hackman.
No soy un gran fan de “los actores” como franja etaria, eso no es un misterio, pero hay unos pocos que se han ganado, a fuerza de hacer las cosas realmente bien, un lugar en mi gélido corazón.
Y Gene Hackman es uno de ellos.
Hackman, que por ese entonces era amigo de un ejecutivo de Orion llamado Mike Medavoy —siempre Orion, si escuchas este podcast lo sabrás— y tenía muchas ganas de dirigir.
Tanto, que se agenció los derechos de una novela de Thomas Harris que se llamaba El silencio de los corderos de 1988, incluso a sabiendas de que la primera novela de Harris ya había sido adaptada y no le había ido muy bien hacía poco tiempo.
Hablo, obviamente, de Cazador de hombres (Manhunter, 1986) de Michael Mann que, con el diario del lunes, todos podemos darle el valor, pero en su momento no: a nadie le importó.
Un Mann que venía de pegarla en la tele y de terminar de curarse ese tiro en el pie que fue La fortaleza maldita (The Keep, 1983) y… Pero ¿por qué no me parás cuando me voy por las ramas? De Mann hablaremos otro día.
Hackman. Quería dirigir. Era amigo de Medavoy. Compró los derechos a medias. La querían hacer.
Había un problema, que en realidad no fue tal: Dino de Laurentiis tenía los derechos del nombre de Hannibal Lecter y se los fueron a negociar. Le había ido tan mal con la película de Mann que decidió hacer con el nombre del doctor lo mismo que cualquiera haría con un sillón viejo: “Si lo bajás seis pisos por escalera, es tuyo”
La idea de Hackman era ambiciosa: dirigir y hacer de Lecter, que ahora se podía llamar Lecter. Hay versiones que dicen que quería dirigir y hacer de Jack Crawford, el jefe de Clarise, pero dejemos la más ambiciosa.
Ahí fue cuando entró otro de los héroes de esta historia, un guionista de nombre Ted Tally.
Tally venía de escribir mucha tele y por cómo es la vida del guionista no podría asegurar que ya había escrito Pasión otoñal (White Palace, 1990) de Luis Madoki (nunca pensé que se lo iba a nombrar por acá pero bueno, acá estamos) y lo que vino después, bueno, pero escribió esta.
Tally entendió a la perfección cómo se tenía que adaptar la novela de Harris, al punto que el guión fue la causa de los problemas que vinieron después.
Porque Hackman no se animó a tanto y se bajó del proyecto.
“Hackman amigo de la yuta”
Lavate la boca antes de hablar de Popeye Doyle… Momento. Volviendo—
Los de Orion leyeron el guión y quisieron seguir adelante aunque la película fuera de ahuyentar a los espectadores.
Era otra época, sí.
Con Hackman alejado —en buenos términos, eso viene después— empezaron a buscar reemplazo para la silla del director.
Y Demme, increíblemente, fue la primera opción.
Venía de dirigir Casada con la mafia (Married to the Bob, 1988) y la genial Totalmente salvaje (Something Wild, 1986), además de haber empezado con—
“Roger Corman”
Tan ubicuo que parece un remate a esta altura. Más de él en un instante.
La parte de los actores la hacemos medio rapidito, porque viste cómo es Míralos Morir:
Pensaron en muchos para Lecter antes que Hopkins. Que Connery, que Hoffman, hasta que Damme se acordó de Anthony Hopkins y su papel en El hombre elefante (The Elephant Man, 1980) de David Lynch.
Lo que los anteriores habían dicho “ni loco” Hopkins lo agarró como plata que caía del cielo: aceptó casi sin leer el guión.
La otra que ganó en base a insistencia fue Jodie Foster, que venía de ganar el Oscar por Los acusados (The Accused, 1988) de Jonathan Kaplan y Damme no la veía tanto. Se ve que buscaba otro physique du rôle porque quería a Michelle Pfeiffer, Meg Ryan y hasta a Laura Dern —ojo con esa, que hubiera sido genial— y las dos primeras lo miraron con asquito y a tercera el estudio no le pareció.
Foster, por su lado, quería ser Clarise. Tanto que finalmente se lo dieron casi por cansancio. Y lo bien que hicieron.
Finalmente, y medio como una devolución de cortesía, le ofrecieron el papel del jefe de Clarise a Hackman que dijo muchas gracias, pero que le seguía pareciendo mucho.
La cosa siguió por los carriles normales y, bueno, cinco Oscars.
Cinco Oscars y mucha gente mirando para todos lados como perro que se lo están cul*ando jurando que era un thriller psicológico.
Me voy a detener en esto un momento porque thriller psicológico fue el post horror de otra época. Ese salvoconducto elegante de los que no sabían cómo reaccionar frente a una película de género que les había gustado.
Lo cierto es que si la analizamos como debe ser analizada, El silencio de los inocentes es claramente una película de terror donde una heroína ¿o podemos decir final girl? Cruza su camino con un monstruo (porque no es necesario que sea producto de un experimento fallido para serlo) a los fines de detener a un asesino serial, descubre que el horror se encierra también dentro de ella y lo termina ¿venciendo? ¿convenciendo?
¿Qué edad tenías cuando descubriste que El silencio de los inocentes era un slasher?
Pero bueno, thriller psicológico. Novayasér.
Antes de irnos, viste que acá siempre volvemos a Corman. Y en esta lo podés ver como actor, en el papel de jefe del FBI.
Obvio que es casi un gag entre amigos, con Demme devolviéndole un poco del amor que el bueno de Roger le había dado al principio de su carrera.
Sí, el mismo año donde produjo Slumber Party Massacre III (1990) además de otras veinte, Corman actuó en una película ganadora de varios Oscars.
Una de las pocas que, quizás sea hora de decirlo, siendo una película de terror estuvo nominada a mejor película y se llevó cinco: película, actor, actriz, director y guionista.
¿Volvió a pasar? Se convirtió en una ocurrencia tan recurrente como ese año que les tocó nominar afroamericanos porque si no los escrachaban en redes.
Y ya que estamos, te ahorro el viaje a IMdB: hasta ahora, Gene Hackman jamás dirigió nada.
Pero qué ojo, ¿no?