Para no perder la costumbre en la forma de empezar estos envíos diré: “No sé qué…” tanto te interesan las discusiones de internet, ni que peso tienen en tu vida, pero podría arriesgar que muchas de esas se diluyen ni bien unx le baja la tapa a la computadora o apaga el teléfono.
En tiempos donde Twitter corre peligro de extinción no se sabe muy bien por qué —o sí, pero bueh—, varias cosas aún son posibles exista el pajarito o no. Una de ellas es no leerlo tanto, o tener el following más sano posible.
Porque la realidad es que muchos de los “asuntos de estado” que gritan casi en furiosas letras de molde en forma de hashtag desaparecen cuando unx empieza a dejar de seguir —en caso de que no queramos guardar las formas— o silencia —si quiere ser más amable— a esxs que le hablan a una tribunita.
Cuando se hace eso, se deja de ver el accionar de gavillas vengadoras, de héroes de mierda, de arrobadores acomedidxs y varias delicias que en una escuela secundaria hubieran sido causa de vergüenza y destierro.
Si no me creés hace la prueba: dejá de seguir a todxs lxs que “se las saben todas” a quienes no conocés y probablemente dos semanas después ni te acuerdes de su existencia. A ellxs, que solo hablan para esa tribunita chiquita de aplaudidores, creeme, les va a molestar más que a vos.
El punto: dejando de lado el ruido que hacen todos estos personajes… ¿qué pasa cuando el reclamo es realmente genuino? ¿Qué pasa si esos dedos acusadores están haciéndolo de manera correcta y no contra una versión que no les gustó de una película de los ochenta?
Bueno, ahí es cuando estas herramientas que la mayoría usa para ver si puede hacer el comentario más hiriente sobre Gran Hermano —me declaro culpable, pero en recuperación hace por lo menos tres o cuatro ediciones— pasan a tener una importancia cultural.
No, claro que no hablo de “los fans que dieron vuelta un final” o “lograron que el estudio les venda dos veces eso que le parecía una vergüenza vender en primer lugar, dándole dos veces la guita”, hablo de cambios culturales profundos y sus implicancias.
Hablo de cómo, desde hace una cantidad bastante corta de años, la gente ha empezado a hablar del whitewashing.
Y antes de que digas “más despacio que llevo una olla con sopa”, vamos con unas explicaciones y una breve línea histórica.
Se considera whitewashing o “blanqueamiento” a la eliminación de etnias o minorías en favor de un personaje blanco, cis y todo eso.
Básicamente, cuando donde debería haber un japonés está Mickey Rooney —sumándole insulto a la injuria— haciendo de japonés.

O solo reemplazando como blanco a un personaje que debía ser asiático o de otra etnia, en los casos más extremos.
Y si leíste sobre el tema y estás por gritar blackface y creés que tenés un punto, dejame que te diga que sí, que lo tenés y que la cosa empezó más o menos en esas fechas.
Con el principio del cine, los estudios no contrataban actores de color para cubrir los roles —generalemente de “malos”, digamos todo— que lo necesitaran. Pintaban de negro o amarillo —por citar a los dos más populares— a actores blancos. Esto se conoció como blackface para el caso de los primeros y yellowface para el caso de los segundos.
Sí, incluso pensar hoy en disfrazarse para Halloween con la cara pintada puede iniciar una serie de revueltas que terminan invariablemente en incendios y coso y está muy bien, pero antes, bueno, la gente tenía la moral un poco más flexible.
Tampoco, aclaremos para lxs más despitstadxs, había igualdad racial entre negros y blancos —de manera manifiesta— ni con otras etnias —de manera quizás más “laboral” si se quiere— y eso se veía en el cine, pero—
¿Hace esto justificable al blackface? No, por supuesto que no. ¿Es parte de la historia? Sí, por supuesto que sí.
Pero el Hollywood clásico —y mucho, pero mucho del que vino después también— no se quedó solo con el blackface y el yellowface, decidió ir un poquito más allá.
“Tengo miedo, nene”
Y lo bien que hacés. Porque sus ejecutivos, que al día de hoy son en una apabullante mayoría blancos como la leche y hombres —a pesar de que esto último tuvo un declive en los últimos años, ni en pedo hasta llegar a una paridad, pero podríamos ser positivxs de que eventualmente la cosa se va a nivelar— empezaron a hacer de las suyas para “ver gente como ellos en los cines”
Hace no mucho —diría esta semana, para ser preciso— hablamos en Frame Fatale de Shaft (1971) de Gordon Parks y de cómo Hollywood vio, a principios de los setenta, que la gente de color estaba llenando cines viendo sus películas que, en la enorme mayoría de los casos —esto es, salvo las de Sidney Poitier— no pasaban por el sistema de estudios.
Y podemos abrir el paraguas del “Y sí, si cuando se estrenó Shaft no había ni igualdad racial en muchos estados” y puede que tengamos razón, pero también puede que eso no sea algo necesariamente bueno ni justificable en términos históricos.
El punto—
“Te lo pido por las nenas”
Lo que lo de los estudios tuvieron en la manga después de incorporar a la gente de color a sus películas fue una dinámica mucho más perversa, que sí es el whitewashing y que consiste en castear blancos en roles que no deberían ocurpar blancos.
Siendo que las minorías muchas veces están subrepresentadas en las películas u ocupan roles muy específicos —el caso de “el negro gracioso” en las películas de los ochenta es bastante providencial— cambiar la etnia en ciertos castings se volvía cosa de todos los días con el clásico mantra de “Y qué querés si equis corta más tickets que y griega”
Bueno, llevaba razón lo que decían, pero no se hacía nunca la siguiente salvedad: para que equis corte todos esos tickets tuvo muchas más posibilidades de aparecer en roles que y griega, que solamente hizo del gracioso, o del ladrón, o del— Bueno, se entiende.
Quizás la mejor regla de entendimiento sería: por un Will Smith hay diez Brad Pitts, siendo ese diez una amabilidad total, pero volviendo—
¿Vamos a reescribir la historia con esto? Por supuesto que no, de hecho reescribirla no está bien. Lo que está bien es conocerla para no repetirla.
Y acá debería desviarme y decir que por más que tal o cual película haya hecho tal o cual cosa, esa película debería estar disponible para ver para que todos saquemos nuestras propias conclusiones, pero esta no es la diatriba sobre Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, 1939): esa ya salió en su momento.
Desde su introducción como término que generalmente va del lado de una queja bastante fundada, el whitewashing robó su nombre de una práctica de tintorería casi milenaria: sacar una mancha. Paradójicamente, parece ser una mancha que no se va con nada.
Los ejemplos del pasado —tanto como los del presente— son miles, desde Valentino haciendo de árabe, Rooney haciendo de japonés o más recientemente, muchos personajes de adaptaciones de cómic que, en la mayoría de los casos, se olvidan que tal era japonés, latino o andá a saber qué.
Hasta acá todo muy lindo, pero ¿si no me interesan esos escándalos, estoy “a salvo” igual? Bueno, no tanto: desde que Al Pacino hizo de latino en Caracortada (Scarface, 1983) , o más “recientemente” Ben Affleck se llamaba Mendez en Argo (2012) medio que nadie zafa de quedar pegado.
Y quizás a modo de cierre casi por corte vamos con la pregunta del millón ¿son las remakes yanquis, esas que hacen porque paja leer subtítulos una forma de whitewashing? ¿O son solo una forma de acercar esa historia que estaba buena en la original a más público?
Por supuesto que no tengo una respuesta para eso, pero como alguien que viene de un país y una época donde las películas subtituladas eran la norma y no la excepción, te puedo decir que el mayor crimen de esas es que en su inmensa mayoría son peores que la película que remakean.
Y una postdata que nada que ver: sí, es la edición 150. Sí, es un número redondo. Pero, si seguís este y el de los martes, sabrás que allá hubo 130 hasta ahora. Probablemente para el 160, donde con los “del otro lado” sumen 300 entregas me emocione un poco más. Dejame, no me abraces que me da cosa. Igual, qué mejor pie para decir que—