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131 – Una onda true crime

Publicado el 21 de julio de 2022

Bueno, la verdad que esto tiene tantas aristas que no sé ni por donde empezar.

“Mirá, si no sabés, empezá por—”

El principio, claro. Voy a empezar por el principio.

Siempre digo por acá que para entender por qué una película existió, siempre hay que entender qué otras cosas existían a su alrededor.

Viajemos a los Estados Unidos de finales de los años cincuenta, donde las películas de científicos locos y avances de la ciencia eran una manía difícil de parar.

Entre todas esas películas había una que era realmente buena y que había llevando muchísimos espectadores al cine: se llamaba La mosca (The Fly, 1958) y estaba dirigida por Kurt Neumann.

En la película un experimento malía sal y un científico se transformaba en una suerte de híbrido entre hombre y mosca. Sí, hay una remake de Cronenberg. Si, es todo muy kafkiano también.

El punto: si leíste medio envío de estos sabrás que una película tiraba un poco de luz con su éxito, en un segundo va a haber productores exploitation viendo la forma de alquilarte una sombrilla.

Eso mismo pasó con uno que es de los que más queremos por acá, Roger Corman que, viendo cómo La mosca cortaba tickets, se propuso hacer una lo suficientemente rápido como para agarrar el envión.

a mujer avispa (The Wasp Woman, 1959), dirigida por el propio Corman y escrita por Leo Gordon, actor secundario y guionista de cine b y televisión, contaba la historia de la dueña de una marca de cosméticos que intentaba encontrar una cura para el envejecimiento ayudada por un “científico loco” que sacaba enzimas de unas avispas. Si viste más de una película sabrás que, claro, se complica. Y si viste La mosca, sabrás para dónde. Igual quedate con la de “intentaba encontrar una cura” porque te va a venir bien para después.

La película, como no podía ser de otra forma, se estrenó en doble programa con la también disfrutable Beast from Haunted Cave (1959) del enorme Monte Hellman y fue directamente a su ecosistema más lógico: el circuito de autocines, del cual ya hablamos varias veces como un imán de adolescentes que buscaban los “temas de moda” además de ir a apretar dentro de los autos.

Como parte de esas leyendas que nunca podremos terminar de confirmar, se dice que Corman se enteró de la construcción de unos sets del laboratorio para otra película y que iban a ser desarmados en pocos días. Apurado llamó a Gordon que escribió el guión en un fin de semana, cosa de llegar a tiempo para aprovechar la escenografía gratis. ¿Creíble viniendo de Corman? Por supuesto.

Yéndome por un camino lateral y algo personal, recuerdo que La mujer avispa —en una copia 16mm doblada, seguramente para la televisión— fue una de las primeras películas que vi proyectadas en las ahora míticas Medianoches bizarras del Club de CIne de Octavio Fabiano y Fabio Manes.

La película, si bien se estrenó en 1959, sufrió algunos cambios de títulos y versiones, reestrenándose algunos años después con un nuevo prólogo dirigido por ¡Jack Hill!

Bueno, como verás, la historia de La mujer avispa ya merecería una entrega ella sola, si no fuera porque la dueña del laboratorio estaba encarnada por una actriz que se llamaba Susan Cabot.

Sí, puede que no te suene Susan Cabot tanto como Marilyn Monroe o Rita Hayworth, y puede que tengas razón. Porque la carrera de Cabot no fue, precisamente, un dechado de virtudes.

Siguiendo la rutina de “vida sufrida” de muchas de las estrellas de Hollywood de esa época, Cabot había nacido de Boston, hija de un padre abandónico y una madre con serios problemas psiquiátricos que la entregó en adopción junto a sus hermanos a corta edad. Fue de hogar adoptivo en hogar adoptivo hasta que, en una primera adultez, se dedicó a modelar y hacer ilustraciones para libros infantiles. Casi de casualidad entró en la televisión y luego en el cine, actuando más que nada como secundaria en westerns de clase b.

Es así como, en una derrotero no del todo virtuoso termina a las órdenes de Corman en La mujer avispa, la última película que hizo antes de retirarse.

¿Y para qué te traigo esta historia, dirás? Bueno, porque lo que pasó después del retiro de Cabot fue incluso más interesante que los esfuerzos que hizo en pantalla.

Dueña de un vivir holgado por esto que voy a contar y por algo que voy a contar más adelante, Cabot se dedicó a invertir el dinero que había ganado en bienes raíces y autos de colección, que arreglaba y vendía, amasando una pequeña fortuna.

Claro que eso que la había hecho irse del mundo del espectáculo —eso que hoy podríamos señalar claramente como una depresión— la seguía acechando y se fue encerrado cada vez más y más, hasta que terminó viviendo prácticamente recluida con su hijo en una mansión en Encino, California.

¿Un hijo? Bueno, esto viene en un momento.

Se dice que vivía una vida similar a la de Nora Desmond en El ocaso de una vida (Sunset Boulevard, 1950) de Billy Wilder, o la de Howard Hughes cuya vida podés revisar en El aviador (The aviator, 2004) de Martin Scorsese. Y Hughes va a tener más sentido en un rato, pero no nos adelantemos.

Los que visitaron la casa hablan de un capítulo de Hoarders, con revistas, diarios, restos de comida, ropa y lo que se ocurre en pilas que llegaban al techo, animales haciendo sus necesidades en todos lados y un hijo que no hacía mucho.

Sí, el hijo viene en un momento.

Y por “los que la visitaron” más que nada digo “los policías que se apersonaron a esa escena del crimen la noche del 10 de diciembre de 1986”

“Ah, se puso bueno esto”

¿Alguna vez no?

En la escena del crimen estaba Timothy Scott Roman, hijo de Cabot que contaba una historia que, bueno, parecía bastante difícil de creer: un hombre latino de pelo largo y enrulado vestido de ninja había matado a golpes con una barra de hierro a su madre y huído con setenta mil dólares.

Sí, bueno, esperá que sigue.

En el cuarto de Roman, además del arma homicida, encontraron cinco perros Akita entrenados para atacar, con la policía obligada a llamar a control animal para poder siquiera entrar al mismo.

Sí, o el latino de los rulos vestido de ninja era el encantador de perros o la historia de Roman no cerraba mucho que digamos.

Se lo llevaron a la comisaría y no tardó en confesar el crimen de su madre, defendiéndose diciendo que era violenta con él y que gran parte de sus problemas mentales eran por su culpa.

Porque, esperá, que la historia del hijo es la encarnación del “Es más complejo”.

Roman, hijo del matrimonio de Cabot con Michael Roman, su segundo marido, había nacido con problemas de crecimiento, que lo hubieran condenado a ser de talla baja.

Sí, estoy siendo muy políticamente correcto si me conocés.

Cabot, dispuesta a todo y ya bastante víctima de ciertas enfermedades mentales causadas por algo que vamos a ver después, sometió a su hijo a todo tipo de tratamientos experimentales. Entre ellos uno que inyectaba en los pacientes células de la glándula pituitaria de cadáveres.

Sí, la cosa se suspendió después de un tiempo porque, se descubrió, no ayudaba mucho a la salud mental de los tratados.

Y vos dirás: “Bueno, no hay nada que no me pueda sorprender más” y quizás en otro caso tengas razón, pero en este medio que no. Porque hay una cosita más.

“No sé si lo puedo soportar”

Una cosita que salió a la luz hace relativamente poco, cuando se desclasificaron un montón de papeles de la CIA sobre la muerte de John Fitzgerald Kennedy.

“Que sea de Leevon, que sea de Leevon”

Fue lo mismo que pedí yo, pero no se me dio. La historia es buena igual, quedate.

Y viene más o menos así. Por razones que no están del todo claras, pero que bien podrían englobarse bajo ese enorme paraguas de la “seguridad nacional”, la CIA quería tener bien vigilado al príncipe Hussein I de Jordania.

Al tipo le gustaba la joda más que el dulce de leche, y con este talón de Aquiles la agencia de inteligencia elaboró un plan. Querían encontrarle una “compañia femenina” que tuviera contacto con la CIA y que esta pudiera saber de su paradero.

Así fue como entró a cuadro Robert Maheu, un ex agente del FBI devenido en detective privado, que tenía muchos lazos con el mundo del espectáculo porque había hecho varias trabajitos para Howard Hughes.

Sí, ahí apareció Hughes.

El punto es que Maheu habló con Cabot, invitándola a un evento de gala que había una de las tantas noches en Hollywood al que estaba invitado el príncipe.

Ella accedió sin saber muy bien cómo era la cosa y, si bien el príncipe le pareció encantador, no pasó mucho.

Claro que Maheu planeó un segundo encuentro casual en el que Cabot terminó perdidamente enamorada del príncipe. Los medios de la época se hicieron eco de este romance que tenía resonancias al de Grace kelly unos pocos años antes y Cabot, distraída —y enloquecida— con todo esto, no volvió a actuar —fuera de alguna aparición en la tele— nunca más después de La mujer avispa.

Y bancá un toque que hay más: Maheu, el agente del FBI devenido en detective privado de Howard Hughes. Se dice que también fue un agente cuando la CIA intentaba matar a Fidel Castro. Pero eso, bueno, capaz se nos va un poco de las manos. Por ahora.

Para el momento de su muerte, Cabot recibía una cifra mensual para la manutención de su hijo de manos del príncipe, lo cual haría pensar que el hijo —homicida en segundo grado, finalmente— era fruto de esa relación y no de otra. Lo que en el barrio se conoce como “papá garrón”, pero con príncipes y documentos desclasificados de la CIA.

Sí, bueno, a veces una película hecha para subirse al éxito de otra tiene una historia más interesante que la película en sí. Así somos acá en Míralos Morir (?)

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