Muchas veces empiezo estos envíos preguntándome quién sos vos, que está del otro lado leyendo. Porque, como creo que dije la entrega anterior o no recuerdo, puedo entender más o menos la “demográfica” a la que le escribo pero no mucho más: no sé a qué te dedicás, a qué te dedicaste, a que te querés dedicar y sobre todo, no sé qué lugar ocupa el cine en tu vida.
Por lo que pude averiguar en las juntadas del grupo de Telegram y algunos lugares más, entendí algo que por un lado me alegró y por el otro me dejó muy tranquilo: el porcentaje de “estudiantes de cine y afines” es bastante bajo.
No porque los odie ni nada: yo mismo fui uno de ellos, sin ir más lejos. Es porque me gusta pensar que estos envíos son “para todos” y que quizás algo que se ve en la currícula —bueh, con otro ángulo, seguramente— de una carrera de audiovisuales pueda ser interesante para alguien que, nidea, es médicx o abogadx más que para uno que “justo lo vio el año pasado”
¿Por qué toda esta intro? Bueno, para empezar el siguiente párrafo así:
No sé si habrás pasado por alguna carrera lindante con el audiovisual, pero si lo hiciste seguramente en algún momento de la cursada de guión —no es excluyente, pero generalmente pasa en esa materia— alguien dijo sin dudar: “Nunca voz en off“
Y eso te quedó grabado a fuego para siempre.
“Y estuvo mal”
Bueno, estuvo mal, pero no tan mal. Quizás te hayas encontrado —si eras estudiante de audiovisuales, finalmente— con una de las primeras “convenciones culturales” que tiene el cine en su conjunto. O por lo menos los que lo hacen o pretenden hacerlo: “Nunca voz en off.”
Empecemos por ser buenos y decir que el postulado, en el fondo, lleva cierta razón estética e histórica y esa es la razón por la que estamos acá. Para tratar de entender por qué la voz en off muchas veces da algo parecido a la vergüenza ajena y por qué es tan odiada casi, casi desde el comienzo del cine.
“Bienvenidxs a mi charla TED”
No des ideas.
El punto es que, como decía un segundo atrás, este “terror al off” tiene su asidero estético e histórico, y voy a empezar por el primero. Y para eso vamos tener que—
“Viajar en el tiempo hasta…”
Correcto: hasta el momento donde las películas dejaron de ser silentes y pasaron a ser sonoras.
Esto está mejor explicado acá, pero resumo porque “el público se renueva” y a veces más paja escuchar que leer:
La idea que que la imagen en movimiento —todavía ni siquiera “el cine”— tuviera sonido estaba desde los comienzos del invento: no olvidemos nunca que Edison encarga el kinetógrafo a Dickson —el verdadero héroe en este lío, siempre— para darle imágenes a los sonidos de fonógrafo, una cosa que dicha parece muy fácil, pero en la práctica, bueno, demoró un poco más.
El principal problema fue, no tanto “ponerle sonido a la imagen” sino encontrar una forma de amplificarlo en la sala.
Ahí aparecieron dos inventores que estaban en la del sonido y no tenían tanto que ver con “el cine” pero que cruzaron caminos porque en esa época esto era el Sodoma y Gomorra de las invenciones.
Uno era Lee de Forest, que venía perfeccionando un sistema de vacío llamado tríodo, que palabras más o menos, era el abuelo —o bisabuelo— de la amplificación valvular que le iba a hacer tanto bien al rock pesado años después. De Forest era un hombre de radio, pero se dio cuenta que el invento podía prender en varios rubros.
Por el otro estaban los de Western Electric, que habían inventado el Vitaphone, una forma de sonorizar las películas con discos.
Tanto De Forest como Western Electric salieron a buscar compradores para sus inventos, y “el cine” parecía ser un terreno fértil.
Claro que los dueños de los estudios de la época los vieron como “estos locos qué quieren” y medio que los mandaron a freír churros. El “no innovar” no es cosa de los marketing y los superhéroes, viene de mucho, pero mucho antes.
Pero, como en la presentación de Asterix donde se preguntaban “Toda la Galia está ocupada por los romanos… ¿Toda? ¡No! Una aldea poblada por irreductibles galos resiste, todavía y como siempre, al invasor” y, en este caso, los galos de este cuentito fueron los de Warner Brothers.
Warner por aquel momento era un jugador un poco más chico que los demás, tenía la misma falta de fe en el sonido que sus compañeros de rubro, pero pensó que si quizás la cosa prendía, podía tener los derechos de explotación del sistema y vendérselo a los demás. Lo que en el mundo del rebusque —y más específicamente en el barrio Once— se conoce como un “pasamanos”
Warner, que por aquel entonces quería bajar costos más que Roger Corman algunas décadas después, se dio cuenta que la introducción del sonido podía bajar costos a cines que no tenían tanto presupuesto para contratar orquesta o pianista para musicalizar en vivo las proyecciones.
De Forest y Western Electric pusieron manos a la obra y en 1926 presentaron en salas una versión sonora de la ópera Don Juan que, si bien levantó algunas cejas, no le cambió la vida a nadie.
Y si no levantó muchas cejas fue porque era algo que ya se había visto: una ópera en cine, pero no “el cine”. El cambio iba a llegar un año después.
El cantor de jazz (The Jazz Singer,1927) de Alan Crossland y con Al Jolson, un cantante famosísimo en la época, encendió una revolución.
Si bien no era 100% sonora, tenía varias canciones y diálogos sincronizados. Esto sí era una novedad. Ese medio que la gente venía consumiendo mudo y con un pianista ahora podía hablar.
La película estaba sonorizada con el Vitaphone Sound-On-Disc que era básicamente una pila de discos de pasta que se sincronizaban con la película que iba pasando con más muñeca que precisión.
Obvio que el Vitaphone estaba muy lejos de ser perfecto, y el sincro era todo lo bueno que salía en el momento.
Y ahí, justamente ahí, fue cuando todos los que le habían dicho que no ahora estaban viendo la forma de decir que sí y no quedar como unos boludos.
Claro que la jugada maestra de Warner había funcionado: cuando todos tenían la chequera en la mano, se dieron cuenta que el sistema tenía exclusividad de Warner.
Y ahí, claro, todos se pusieron a gritar “Monopolio”, se unieron en un “todos contra una” y le apretaron el bracito a Warner hasta que Western Electric estuvo autorizada a venderle el Vitaphone a todos.
Se calcula que paso del mudo al sonoro duró menos de dos años, entre 1927 y 1929 y subió las recaudaciones en un 600% en los números más conservadores.
“Bueno, bien hecho”
Sí, el “bien hecho” es, justamente, factor de debate. El sonido estaba, el tema es que la implementación del mismo en los rodajes fue, por decirlo amablemente, bastante más complicado que apretar una tecla y que todos hablaran.
Por empezar, la llegada del sonido —esto seguramente lo hablamos antes— terminó con las carreras de muchos actores que eran estrellas hasta su aparición.
Hollywood, tierra de inmigrantes de cuanto país se pudiera señalar en un mapa, era un crisol de razas —y, sobre todo, de acentos— que muchos actores traían y no estaban del todo preocupados hasta que tuvieron que abrir la boca.
Y eso no era todo: muchas veces esos galanes tenían voz de pito o esas femme fatales voz de fumar mucho Parisienne.
El sonido terminó con más carreras que el alcohol, la mala vida y la falopa combinadas y en un tiempo récord.
Pero eso no era todo, estaba el límite técnico: faltaban todavía un par de años para que a alguien se le ocurriera colgar un micrófono arriba del encuadre (lo que hoy llamamos boom) para tomar el sonido y los micrófonos se debían esconder en la escenografía.
Como resultado de esto, en la primera época del sonoro es muy común ver a actores estáticos hablando alrededor de un helecho, donde estaba escondido el micrófono.
El mayo miedo de la introducción del sonido era que “el cine se convirtiera en teatro” y que ese movimiento de la imagen que tanto se había perfeccionado hasta acá fuera vencido por cierta estaticidad de la puesta obligada por los micrófonos. Se solía decir de este período que “las películas dejaron de moverse cuando empezaron a hablar” y no era tan errado.
A eso había que sumarle las cámaras de la época, que hacían más ruido que un Rastrojero en un monoambiente y nadie se había preocupado hasta que los micrófonos empezaron a captar todo.
Y la dirección, que antes se hacía mientras se rodaba dando indicaciones acá y allá con la cámara andando. Así fue que aparecieron unas cajas de vidrio grueso que las encerraban, llamadas cariñosamente “heladeras” en la época. Las “heladeras” bajaban un poco la intensidad del ruido, pero achicaban las posibilidades de movimiento a un cine que ya de por sí tenía a cuatro personas hablando alrededor de un helecho.
Sí, un cottolengo.
Sumado a todo lo anterior, había una industria, creada a los tumbos, con el mantra del “si no está roto, no lo arregles” que estaba obligada a desaprender —en vistas de esas recaudaciones que se multiplicaban por varias veces las anteriores a la introducción del sonido— lo que ya tenía en caja de un sistema productivo bastante virtuoso.
¿Se acostumbraron? ¿Ves muchas películas mudas en cartelera? Por la plata baila —y hasta habla— el mono.
Y esperá que no llegamos a las proyecciones, porque el Vitaphone —cuyos discos eran más cortos que lo que se proyectaba y como dije antes dependían de la “muñeca” del que estuviera en la cabina en ese momento— no era el único que sistema de sonido, también estaban el Phonofilm, el Moviefone y el Tri-Ergon. Los sistemas no eran compatibles entre sí, así que un cine que tenía equipos de Phonofilm no podía pasar películas en Vitaphone y así sucesivamente.
Sí, un problema que seguimos arrastrando hasta las regiones del Blu-ray porque no vaya a ser que algo se solucione en ¿casi cien años?
La cosa se acomodó finalmente. En 1933. Por si justo no andabas haciendo la cuenta: cinco años después.
Aparecieron aislantes mejores y más portátiles, que le daban cierto respiro a los movimientos de cámara y se perfeccionaron sistemas de micrófonos más pensados para el cine que para la radio.
Y apareció un concepto dando vueltas por el aire que iba a cambiar la ecuación bastante: la idea de que ese sonido que se tomaba en directo se podía rehacer después en postproducción.
Pero, de todas maneras, la mayor resistencia al sonido se dio por un concepto que deslicé más arriba y que tiene que ver con la segunda pata de lo que vengo a contar hoy: el estético.
Que las películas hablaran, además de “hacerlas teatro” para muchos, traía aparejado un nuevo problema: el de que perdieran esa destreza visual en favor de una más narrativa y convencional.
El concepto de “mostrá contando” con el que machacan en las escuelas y libros de cine desde siempre y que lleva, por supuesto, cierta razón.
La exposición narrativa en el cine es absolutamente importante: ayuda a poner al espectador donde necesitamos que esté, a darles esos datos —y solo esos datos— que necesita para seguir la narración y nunca —en un mundo ideal— se lo subestima dando datos de más.
Y ahí, justamente ahí, es donde aparece el cuco de esta historia: la voz en off.
La voz en off es vista, históricamente, como la muleta del mal narrador. Como un atajo simple de alguien que lo podría haber contado con imágenes y decidió hacer lo expositivo de la forma más simple posible.
La voz en off es extradiegética—
“No empecemos”
Bueno, creo que lo hablamos alguna vez, pero vale la refrescada:
El sonido de las películas juega constantemente un Boca-River entre dos tipos del mismo: el diegético y el extradiegético.
Para que lo puedas entender fácil: diegético es todo lo que producen o pueden escuchar los actores en plano y extradiegético lo que no.
Si un personaje habla, o toca la guitarra, o prende la radio, el sonido es diegético. El personaje está escuchando lo mismo que nosotros.
Si hay una música incidental o un sonido particular que sirve al director para establecer un tono o una sensación y esto no es escuchado por los personajes y sí por el público, el sonido es extradiegético.
La incorporación de este segundo concepto ayudó a que las películas sonoras tuvieran otro vuelo. Ya no “se escuchaban” simplemente.
“Clarísimo”
¿No ves? Vuelvo—
Peeeero, la aparición del extradiegético trajo consigo “la muleta” —y el cuco— de la voz en off.
Porque, por más que no hayas pasado por una enseñanza audiovisual, probablemente hayas visto El ladrón de orquídeas, donde el personaje de Nicolas Cage va a un seminario de un “Robert Mckee” —un día seguramente hablemos de libros de guión y pongamos a McKee en el lugar que merece: el del Stamateas de los libros de guión— donde el personaje despotrica en contra de la voz en off que, coincidentemente, viene pasando en la película hasta ese momento.
Sí, una buena forma de usarla, como muchas otras que ya citaré más abajo.
El mayor drama de la voz en off, y la razón por la que es ese hombre de la bolsa al que todos le temen, es que muchas veces tiende a sobre explicar algo que ya estamos viendo, casi subestimando la capacidad de entender del espectador.
El ejemplo providencial de esto quizás sea un plano de un auto yendo a algún lado y un off de “Estamos yendo para allá”. El “mostrá, no cuentes” más grande de todos los tiempos.
¿Cuántas veces viste ese plano? Miles. ¿Era “buena” la película? Probablemente no.
Pero claro que hay buenos ejemplos de aplicación de voz en off, y es por eso que estamos acá.
Porque, cuando suma y no actúa como muleta, la locura es total: desde melodramas como Soberbia (The Maginificent Ambersons, 1942) de Orson Welles, a westerns como Río rojo (Red River, 1948) de Howard Hawks, épicas como Rey de reyes (King of Kings, 1961) de Nicholas Ray, musicales como Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, 1952) de Stanley Donen, épicas bélicas como Apocalypse Now (1979) de Francis Ford Coppola y hasta coming of ages como Cuenta conmigo (Stand by Me, 1986) de Rob Reiner son grandes ejemplos de eso que está mal, pero bien hecho está muy bien.
Pueden hasta funcionar como recurso narrativo en primera persona, como el caso de El club de la pelea (Fight Club, 1999) de David Fincher o tercera como en Sueño de Libertad (The Shawshank Redemption, 1994) de Frank Darabont, y hasta como columna vertebral manifiesta de un relato como en Buenos muchachos (Goodfellas, 1990) y Casino (1995) de Scorsese o en —atentxs al orgullo catastral— Historias extraordinarias (2008) de Mariano Llinás.
Lo cual no lleva invariablemente a hablar del elefante en el cuarto: el film noir.
El film noir abraza el off como ningún otro género y lo usa a su favor de una manera exquisita, con la narración en on y off de El enigma del collar (Murder, My Sweet, 1944) de Edward Dmytryk, la voz casi “de dios” en La ciudad desnuda (The Naked City, 1948) de Jules Dassin, la cosa digna de un pulp en Pacto de sangre (Double Indemnity, 1944) de Billy Wilder y La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1947) de Orson Welles, las distracciones narrativas de El desvío (Detour, 1945) de Edgar G. Ulmer y Traidora y mortal (Out of the Past, 1947) de Jacques Tourneur, sin olvidarnos nunca de la voz en off femenina en Suplicio de la una madre (Mildred Pierce, 1945) de Micheal Curtiz y la genialisima Pasiones de fuego (Raw Deal, 1948) de Anthony Mann.
¿Estuviste anotando todo esto, no?