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121 – Eso que quedó colgado de la semana pasada

Publicado el 12 de mayo de 2022

Para el cierre de la edición anterior, estábamos al final de los años cincuenta, con varias películas en 3D muy exitosas —incluso una del mismísimo Hitchcock—, pero con la novedad ¿muriendo?

Los signos de pregunta tienen un fin, y para llevarle la contra a Godard —a quien en cualquier momento estaría bueno empezar a nombrar masivamente como “el pelotudo de…” por sus declaraciones, no así por su obra, claro, no nos vayamos a confundir— que declaró “el fin del cine” en el rodante final de una de sus películas —y siguió haciendo películas, bueh, no sé por qué me metí con Godard si ya sé cómo me pongo—, el “muriendo” —¡eso era!— del párrafo anterior siempre es relativo con el cine.

Que se muere tal cosa, tal otra, que el video esto, que la televisión aquello. Con el 3D, como parte de una mirada más macro que se puede tener del séptimo arte —pensé que nunca la iba a usar, mátenme— podríamos decir que se fue a dormir un par de siestas, pero morir, lo que se llama morir, no murió nunca.

“Pero qué manera de embrollarse, meterlo a Godard en el medio para decir esa boludez”

Cuando tenés razón, tenés razón. Volviendo—

Finales de los años cincuenta, el 3D en declive. Los sesenta no fueron una década que haya descollado con este artilugio técnico, pero sí hubo hermosa excepción.

Que es, quizás una de las películas en 3D más justificadas y simpáticas que se puedan ver si todavía no lo hiciste: se trata de La máscara (The Mask, 1961).

La máscara era una película canadiense —ya aprendimos que es un país que en películas de género hay que mirar con mucha atención— que estaba dirigida por Julian Roffman, un hombre con esta y una película más en su haber.

Y contaba una historia simple pero efectiva de un arqueólogo que creía que el origen de todas sus infelicidades era una extraña máscara que había traído de uno de sus viajes. Antes de quitarse la vida, le envía por correo el artefacto a su psiquiatra que empieza a tener unos viajes medio raros cada vez que se la pone.

Sí, La máscara no fue un clásico de la psicodelia solo porque se estrenó por lo menos un lustro antes de que la gente empezara a ir empepada al cine.

“Bueno, eh, que hay criaturas.”

Es parte de la historia. Decía: la película, al igual que Pesadilla 6, de la que hablamos ¿casi bien? la semana pasada, tenía partes en 3D, que —no hace falta ser Stephen Hawking para darse cuenta— coincidían con los momentos donde el psiquiatra tenía puesta la máscara del título.

Tengo un muy grato recuerdo de haber visto esta película ¡en Laserdisc! con anteojos en algún momento de los años noventa y pasarla muy bien. Debería estar —de hecho está— por ahí para que hagas el truco con uno de esos anteojos de anaglifo. Los azul y rojo, por si no estabas prestando atención la semana pasada.

Claro que La máscara fue medio, como decía hace un rato, una excepción y el mercado del 3D estaba, como también dije hace un rato, durmiendo una siesta.

Los problemas de proyección seguían y hacía falta que apareciera un invento que finalmente o terminara con ellos o los hiciera menos graves.

Y ahí, justamente ahí, es cuando apareció el Space-Vision 3D, inventado por Arch Glober. El invento de Glober eliminaba la noción de que hubiera dos rollos corriendo en paralelo y los problemas de sincro, copias nuevas todo el tiempo y, sobre todo, dolores de cabeza del público.

Lo que hizo Glober fue ir por la mejor idea, que siempre es la que estaba ahí y nadie se preocupó por agarrar: en lugar de hacer correr los dos rollos en paralelo, los encimó.

“Ah, un bocho”

Bueno, a nadie se le había ocurrido, incluso cuando los primeros experimentos de cine en colores fueron justamente así, pero eso será otro día.

Claro que el Space-Vision 3D tenía una serie de limitaciones que lo hacían una gran idea pero poco practicable. La propia naturaleza del invento, superponiendo dos tiras de imagen, hacía que los colores y la luminosidad en general se apagaran. Funcionaba, pero le faltaba un golpe de horno.

Y ahí fue cuando para finales de los años sesenta apareció una compañía que se llamaba Stereovision. Sí, debería haber una banda con ese nombre tan hermoso.

Los de Stereovision volvieron para atrás, pero con lo que se había ocurrido a Glober en mente: dos rollos corriendo en paralelo pero… en el mismo rollo.

“Ah, brillante de verdad”

Verdad que sí. Valiéndose del concepto de las proyecciones en anamórfico, ocupaban todo el ancho del carrete de 35mm, pero con dos imágenes que luego en proyección, y con ayuda de un filtro de Polaroid —que seguía en la jodita, claro— daban una imagen llena de colores y luminosa.

Esto trajo consigo, obviamente, un resurgir del 3D a nivel masivo. Las películas habían empezado a ser fáciles de proyectar.

Claro que la primera en aprovechar el Stereovision no fue ninguna de las que voy a hablar después sino The Stewardesses (1969) de Allan Silliphant.

Silliphant era un explotaitor de poca monta que tiene cuatro títulos como director en su haber y ¡tres! son el 3D, comp ara entiendas en un segundo de quién estamos hablando.

The Stewardesses (traducido a lo bruto, “las azafatas”) fue una de las películas que dio el puntapié inicial para el “cine de azafatas” un género que duró poco —por suerte— pero del que hablaremos en algún momento, en el que se fantaseaba sobre la vida (sexual, claro) de estas mujeres que viajaban por el mundo sin ningún tipo de compromisos.

“Ni a Sofovich se le hubiera ocurrido algo así”

Creeme que sí. Pero es para otro momento. Las azafatas y Sofovich.

“No prometas algo que no vas a cumplir”

Teneme la birra (?)

Claro que el 3D no arrancó solo por la incorporación del Stereovision en una película de azafatas, arrancó cuando se estableció como sistema para las películas grandes que iban a venir después.

Y no fue sino hasta pasado el comienzo de los años ochenta que uyn género en particular empezó a valerse del 3D para celebrar aniversarios. El género fue—

“¿El terror?”

¿Pregunta o afirma?

“Afirmo”

Correcto. Y digo “celebrar aniversarios” porque, generalmente para ese momento, las películas de terror derivaban en sagas. Bueno, para este también, pero las de ese momento eran más largas.

Entonces, ¿qué mejor que que la tercera fuera en 3D?

“Nada mejor”

Nada de nada. Así fue como Martes 13, 3-D (1982) dio por comenzados dos años muy fructíferos.

Sí, Martes 13, 3-D tiene, además, el honor de haber sido la banda sonora de cierto podcast y de haber tenido este track maravilloso de Harry Manfredini sonando ¡en discotecas! en el momento de su estreno.

Si hubiera que fechar en una línea de tiempo “la vuelta con todo del 3D” tendríamos que hablar de 1983, con el estreno de Tiburón 3 (Jaws 3-D, 1983) una película que, los que la vimos sabemos, no está a la altura de la original, pero el artificio medio que la hace zafar. Algo que, definitivamente no pasó con Tiburón 4 – la venganza (Jaws, the Revenge, 1987) donde ni siquiera salía algo de la pantalla. Pero no estamos acá para hablar de tiburones, porque ya lo hicimos una vez y, por qué no, probablemente lo hagamos de vuelta.

El horror siguió aportando su cuota de 3D ese mismo año con Amityville 3-D (1983) del querido Richard Fleischer, director de la maravillosa Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, 1972) que para ese momento estaba boyando entre proyectos complicados (¿Conan el destructor (Conan the Destroyer, 1984), alguien?)

Pero, a pesar del éxito de algunas de estas, el 3D se quiso ir a dormir la siesta nuevamente y esta vez fue bastante larga: a excepción de alguna que otra anomalía (como Pesadilla 6, que disparó estas dos entregas) la cosa estuvo bastante dormida hasta mediados de los dos mil.

Este último período, que coincide con el comienzo del “cine evento” que me he ocupado de putear cada vez que pude, usa el 3D como “una cosa más” que agregar a todo ese ruido que sale de la pantalla y no tanto de los parlantes.

Hubo intentos de hacer 3D cosas que eran 2D en varias ocasiones, un experimento que salió casi tan bien como cuando se quisieron poner a colorear clásicos como Casablanca (1942) de Michael Curtiz.

Lo cierto es que el 3D hoy por hoy se ha convertido en algo bastante ubicuo, lejos de ser una excepción y más bien una regla.

Cada película más o menos grande que se estrena, lo hace con la opción de 3D por un costo mayor de la entrada (y la oportunidad única de salir con una conjuntivitis con esos anteojos prestados por dos horas) y “se da por hecho”, algo que nunca debería hacerse con un invento que hace que el cine salga de la pantalla.

Ni siquiera los televisores y proyectores hogareños que tienen esa función son realmente aprovechados por mucha gente, algo que seguramente suceda con ese filtro de Instagram que es el HDR ni bien Netflix se termine de fundir.

Pero eso, claro, será para otro momento.

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