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120 – Otro poco de historia, en tres dimensiones

Publicado el 5 de mayo de 2022

No sé cuántas películas habrás visto en 3D en una sala de cine. En mi caso, bastante pocas, porque sabrás si leés esto que las películas esas de adultos disfrazados en en un green screen no me copan tanto y medio que el poco mercado que hay para este tipo de materiales al día de hoy está atomizado en ese género y si querés que las cosas te salgan —o se metan— en la pantalla, tenés que caer en ese paco.

Lo cierto es que esto no fue siempre así, y esta semana —no me preguntes por qué el flashback, porque no tengo idea— recordé la primera función en 3D de la que tengo memoria, muy a principios de los años noventa.

Debe haber sido finales de 1991 o principios de 1992, teniendo en cuenta las fechas en las que habitualmente se estrenan este tipo de cosas, que un viernes —o sábado, si es por eso— a la noche fuimos con mi amigo Maxi a ver “la nueva de Freddy” que era —la bastante desangelada, si no fuera por el detalle que viene a continuación— Pesadilla 6: la muerte de Freddy (Freddy’s Dead: The Final Nightmare, 1991) de Rachel Talalay.

Talalay, que después iba a dirigir la genial adaptación de novela gráfica (notar la diferencia que hago como los que distinguían unitario de tira en sus consumo televisivos culposos en los años noventa) Tank Girl (1995), daba la sensación de que estaba en el cine de terror “para trabajar” y no porque le gustara realmente. Algo que el fan acérrimo nota cada vez que pasa. ¿Distancia de rescate (2021) de Claudia Llosa, alguien? ¿Suspiria (2018) de Guadagnino, alguien?

Pero no estoy acá para juzgar las decisiones de Rachel, que en el fondo nos terminó dando alegrías. Estoy acá para hablar de esa vez que fuimos a ver Pesadilla 6 una noche de fin de semana en el cine Capitol de la Avenida Santa Fé.

Al entrar, todos los espectadores recibían un par de anteojos 3D de cartón —tengo los míos en algún lado, robé esta foto de internet para ilustrar— y se les instruía que la película les iba a avisar cuando se los tenían que poner:

Sí, son preciosos. Y más noventis imposible.

Pesadilla 6 era, para dos que habían nacido a finales de los años setenta, la primera película en 3D con la que nos enfrentábamos en sala. No habíamos llegado por edad a Tiburón 3D (Jaws 3D, 1985) y no había habido mucho más que la cartelera nos hubiera ofrecido en el medio.

(Esto lo vamos a entender en un rato cuando veamos los períodos de apogeo del sistema)

Lo cierto es que la sexta película de Freddy, en la que el título nos adelantaba que moría —aunque habiendo visto las otras cinco, sabíamos que probablemente nos estaban engañando— no era precisamente El bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968), pero tenía un lindo truquito.

No era toda en 3D, ninguna película lo es, principalmente porque nadie se quiere poner a pagar juicios millonarios de gente que se sintieron mal o les agarró dolor de cabeza, pero tenía una secuencia final que sí y que estaba avisada desde lo narrativo, cuando los protagonistas se ponían unos anteojos muy similares a los que teníamos los espectadores en la sala.

En ese momento clave, en unos de los bordes de la pantalla, aparecía un indicador para ponérselos, por si no habías entendido la ¿sutil? señal narrativa y empezaba una secuencia corta pero efectiva donde Freddy “moría” en tres dimensiones.

(De más está decir que Freddy, como el Papá Noel de Barilli, no se iba a morir tan pronto. Sigamos.)

La secuencia, para alguien que no se había enfrentado a esto en estas condiciones nunca antes, te quedaba grabada a fuego. Aún hoy tengo vívida la imagen de Freddy explotando en una serie Freddys más pequeños que terminaban a centímetros de mis ojos.

Y esto, quizás me haga repensar lo que dije de Pesadilla 6 algunos párrafos atrás. Sí, no es El bebé de Rosemary, pero tengo esa secuencia grabada en mi mente. ¿Qué tanto malo puedo decir de ella? Bueno, para otro día. Dejame acá abajo en los comentarios, etiquetá a dos amigos y dale a la campanita que me re sirvBASTA.

Salimos del cine extasiados, claro. Y queríamos volver a vivir esa secuencia nuevamente. No recuerdo si lo hicimos solos o acompañados, sí recuerdo haber pagado más de una entrada para ver Pesadilla 6.

Que la historia me juzgue.

Este período coincidió con mi comienzo en la cinefilia dura y a repetición y empecé (vía Mondo Macabro un año después o ese mismo año, ahora las fechas son un gran blur) a ver clásicos de la ciencia ficción que venían con los anteojitos para que algo parecido a algo que se sale de la pantalla de una tele de tubo diera la sensación.

No, no era lo mismo, máxime en copias de copias de copias de copias de VHS que habían perdido más generaciones que países en guerra por décadas.

Principios de los años noventa no fue precisamente un gran momento para entrar con todo en cine en 3D, después vamos a ver que estábamos frente a los últimos coletazos de un movimiento que estaba muriendo casi desde su incepción y que volvía sistemáticamente cada una serie de años como el pesado que se quiere levantar la chica en el boliche y se vuelve solo a casa por insistente o, si es por eso, las enfermedades venéreas.

Pero basta de auto referencia —que puede serlo para vos también si pasarte por alguna de esas funciones de la Freddy, más vale— y metámonos en cómo empezó, cómo siguió y, eventualmente si hay tiempo, cómo terminó todo esto.

Porque el cine 3D tiene una historia casi tan larga como la historia del cine en 2D, solo que con —incluso— más experimentos.

En sus marcas, listxs… ¡Flashback!

No es ningún misterio que la industria que hoy conocemos como cine empezó en algún momento —via una serie de experimentos que muchas veces malían sal— en algún momento entre finales del siglo diecinueve y comienzos del veinte.

De eso ya hablé mucho acá, y seguramente termine hablando más porque se vienen cositas, pero quién soy hoy para hypearte así.

“Tira la piedra y esconde la mano”

Ya tendrías que haberte acostumbrado. Decía—

El primer intento de proyecciones de tres dimensiones fue el sistema estereoscópico, patentado por William Friese-Greene, donde dos proyecciones corrían en paralelo y el espectador, usando un estereoscopio, un extraño aparejo de madera que podría parecerse a un par de anteojos, unía las imágenes de ambas pantallas y terminaba ilusionado con el 3D.

Y. como en cada cosa que se nombre en la historia del cine, existe polémica alrededor de cuál fue la primera película en exhibirse en ese formato.

Muchos hablan de La llegada de un tren a la estación de la Ciotat (1895) que los Lumiere corrigieron unos años después para dar el efecto de que el trren se le venía encima al público.

(Sí, mucho se ha debatido también de que esto no es más que una leyenda urbana, pero vamos a creerlo esta vez porque nos conviene.)

De todas maneras, la primera película con un estreno comercial en ese formato llegaría casi dos décadas después, con The Power of Love (1922) de Harry Kenneth Fairall y Nat G. Deverich un film que se considera perdido y el primero en usar anteojos de anaglifo.

“Para que lo entienda mi tía que está en San Vicente”

Tu tía entiende todo, el problema sos vos. Los anteojos de anaglifo fueron los padres de los anteojos que tuvieron su cuarto de hora de gloria durante la era de oro del cine en 3D —más de eso más adelante— y para que se entiendan fácil, son lo que un ojo eran rojos y el otro azules.

“Viste que no era tan complicado”

Te estaba por decir lo mismo.

La cosa siguió bastante experimental, llegando a aparecer sistemas tan complejos que eran imposibles de poner en práctica como el Teleview.

El Teleview alteraba imágenes entre dos proyectores y los anteojos iban obturando a medida que los proyectores le mandaban determinados estímulos y… Sí, se filmó una sola película y no me quiero ni empezar a imaginar el dolor de cabeza que debe haber dado eso.

Y ahí llegamos a la Gran Depresión de los treinta en Estados Unidos, donde el cine —ya lo conté mil veces— empezó a verse amenazado al dejar de ser “un entretenimiento popular” para convertirse en un lujo asiático.

Para el momento apareció una novedad que pretendía comerle el mercado a estereoscópico. La había inventado Edwin H. Land junto con una empresa que después se iba a hacer famosa por otra cosa: Polaroid. Land había inventado una suerte de tela polarizadora (de ahí el nombre que la empresa terminó teniendo) que hacía más fácil la proyección. Peeeero duró lo que un pedo en un canasto porque había que usar otros proyectores, otras pantallas y, con Estados Unidos saliendo de la Depresión y entrando en la segunda guerra mundial no había muchas ganas de parte de los dueños de cines de desembolsar nada.

Recién para principios de los años cincuenta, con una economía que empezaba a levantar en la posguerra, llegó lo que se conoce como la primera “era dorada del 3D” que duró pocos años.

Y fue gracias a una novedad que era absoluta: hasta el momento las proyecciones estereoscópicas se hacían en rollos cyan y rojos, pero el resultado de lo que veían los espectadores era blanco y negro.

Hasta El diablo Bwana (Bwana Devil, 1952) de Arch Oboler, que tiene el discreto honor de ser una de los primeras proyecciones en 3D en llegar a nuestras tierras, cobrándole a los espectadores los anteojos aparte.

Pero volvamos a lo que pasaba “allá”. El 3D estaba en todos lados, los niños lo tenían en sus historietas, que muchas veces venían con anteojos de anaglifo para que los dibujos “salieran de la hoja” y, todos sabemos: tenés a los chicos, tenés a todos.

Disney se animó (sí, un juego de palabras brillante) con Melody (1953) de Ward Kimball y Charles A. Nicholsun corto animado (valga la redundancia, no pienso sacar el juego de palabras anterior) que empezaba una serie sobre enseñanza musical que nunca terminó de arrancar.

Pero, si tenemos que ser sinceros, el género en el que más funcionó el 3D, y casi que volviendo a la intro de todo esto, fue el…

“Terror”

Estabas atentx, bien.

Así fue como aparecieron El museo de cera (House of Wax, 1953) de André de Toth con el querido Vincent Price, El monstruo de la laguna negra (The Creature From the Black Lagoon, 1954) del también querido Jack Arnold y hasta el colmo del prestigio con La llamada fatal (Dial M for Murder, 1954) del mismísimo Alfred Hitchcock.

Claro que no todo era color de rosa, porque si hablamos de una “era de oro” quiere decir que fue un período de tiempo determinado y se terminó en algún momento.

Para mediados de los años cincuenta, el 3D tenía más olor a cajón que a fruta. No eran pocas las desventajas del formato y hasta lxs espectadores estaban un poco podridxs del truquito.

Muchas de las quejas venían por el lado de, entre otras cosas: que hacía falta que dos películas estuvieran corriendo al mismo tiempo, estas copias no podían tener fallas o saltos porque destruían el efecto y hacer copias nuevas todo el tiempo era muy costoso, sobre todo teniendo en cuenta hablamos de épocas donde las copias circulaban hasta que eran una serie de frames cosidos entre si (?); que esas dos copias requerían de dos proyectoristas para que la cosa se mantuviera más o menos en sincro; que la pantalla tenía que  ser vista de una serie de ángulos determinados, dictaminando una platea mucho más escasa en este tipo de proyecciones, haciendo que muchas de las películas 3D circularan en versiones 2D en el mercado interno y más amplio; que era necesario un intervalo para poder acomodar los rollos de nuevo, ya que los proyectores podían cargar solo una hora de material en este tipo de películas y, quizás la más importante: que los espectadores se quejaban de unos dolores de cabeza importantes cuando salían de ver una de estas.

Esto no iba a parar a una serie de productores que, varias décadas después, decidieron volver a intentarlo.

“Recién estamos en los años cincuenta y esto parece que sigue”

Sí, ya hice una entrega —acá o en el de los martes, ya no recuerdo— hablando de dispositivos narrativos, donde hablé con profundidad del cliffhanger. Estás a punto de vivir uno en formato newsletter.

“No me digas que esto sigue la semana que viene…”

¿Podés creer? Es el riesgo —y el lujo— de querer explicar bien las cosas.

“Como diría el cinéfilo Miguel Angel Pierri: stoy desbasatado.”

Pocas palabras más calificadas para definirlo. Volvé el jueves que la seguimos.

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