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119 – Pasaron cosas

Publicado el 28 de abril de 2022

Hablé alguna vez de refilón de esta película —en una edición de los martes o de estas, ya no recuerdo— cuando toqué el tema de Marián Salgado, la Linda Blair chilena, más conocida como “La niña mala del Fantaterror“, pero ahí me metí más con la obra del querido Amando De Ossorio.

Esa historia es hermosa, y para los que no la conozcan, metanse en ese hoyo de investigación donde la chica que dobló a Linda Blair en la versión para cines en España terminó haciendo de una Regan un poco complicada de papeles en una versión castiza hecha a las apuradas, censura mediante.

Pero estamos acá para hablar de la otra, de la que cambió el cine de horror para siempre y que, al día de hoy, le para los pelos de la nuca a lxs que la ven por primera —o quinta— vez.

El exorcista (The Exorcist, 1973) de William Friedkin, la película que le hizo creer a mucha gente que el cine de género podía ser respetado como simplemente cine.

Pero, como sabemos los que estamos en este paño hace mucho, esos milagros solo duran un ratito.

Parece interesante que la inmensa mayoría de los implicados, como atestigua más arriba la cita de su escritor, no eran gente del género y el approach que tuvieron sobre la película fue bastante distinto a lo que terminó siendo el resultado.

Porque tanto Blatty como Friedkin venían de palos distintos, y el “cine de terror”, así entrecomillado despectivamente, no estaba dentro de sus prioridades más urgentes.

Tanto que, entrevistados por separado, ambos sostuvieron siempre lo mismo: que la filmaron como un thriller sobrenatural, no como una película que le hablara al público de género.

Pero bueno, se ve que ese “silbato de perro” estaba funcionando bien, porque en esa falta de esfuerzo ocurrió el milagro.

Quizás sea pertinente explicar un poco de la historia previa y de cómo todo esto llega a rodarse, porque tiene varios recovecos, idas y vueltas.

Friedkin venía de filmar Contacto en Francia (The French Connection, 1971) ¿su mejor película? y había atravesado esa pared invisible pero existente de “mirá con qué poca plata este pudo hacer semejante cosa” y los de los estudios podían llegar a estar más permeables a darle un poco más de plata para la próxima.

Solo había que encontrarle “el novio” con un proyecto que le diera ganas de empezar. Eso por un lado.

Por el otro estaba William Peter Blatty, escritor y guionista, que estaba empezando a hacer sus primeros palotes en esto último, escribiendo cosas para televisión.

Esto va a ser importante no en un rato, sino más bien ahora, porque Friedkin y Blatty ya se habían conocido, y no en las mejores circunstancias.

Friedkin había sido contratado, unos pocos años antes, para dirigir unos episodios de la serie The Alfred Hitchcock Hour, donde Blatty escribía algunos de los envíos.

Cuando le entregaron a Friedkin el guión escrito por Blatty, su devolución fue todo menos amable. Encontró su escritura amateur y poco digna de ser dirigida.

Con el corazón roto, pero sin ganas de aflojar —y con unos ahorros que tenía de escribir otras cosas para televisión— se encerró unos años a perfeccionar su oficio. Y caray que lo logró. Tras un par de años logró una versión de lo que sería una novela y luego el guión de la película que iba a poner su nombre en la historia del cine para siempre.

Quizás como una vendetta de esa devolución poco amigable (básicamente le había dicho que si guión era “la peor mierda que había leído jamás”) de Friedkin, o quizás porque todo eso que dijo lo ayudó a intentar mejorar su arte, Blatty hizo todo lo posible porque una versión de ese guión llegara a manos del director con una nota que le pedía una segunda oportunidad.

Friedkin, un poco sorprendido y a punto de salir para una cena, se puso a hojear las primeras páginas el guión y no pudo dejarlo: lo leyó en una noche y la cena quedó para otro día. Había encontrado la película que quería filmar después de Contacto en Francia.

Claro que Friedkin no era la primera opción de Warner, pero varios ya habían dicho que no al proyecto: Arthur Penn, Mike Nichols, Stanley Kubrick, John Boorman y hasta Peter Bogdanovich.

Fue el propio Blatty, a quien los del estudio le habían comprado la novela y la adaptación de guión quien sugirió a Friedkin, que estaba medio nuevo, pero venía con buenas credenciales.

Sí, podríamos considerar al gesto del guionista una suerte de “karma inverso”, sino resultó más bien un contrato tácito de conveniencia mutua.

No fueron pocas las veces en las que no estuvieron de acuerdo, pero eso viene en un ratito.

La novela (y el guión, ya que estamos) de Blatty estaba basado en un caso real que había ocurrido a finales de los años cuarenta de un muchacho ¿poseído? de nombre —protegido— “Roland Doe”.

Su familia no sabía muy bien qué hacer con sus múltiples ataques de ira sin mucho sentido, y comenzaron a consultar cura exorcista tras cura exorcista logrando la aprobación de la iglesia para quitarle el demonio. Investigaciones posteriores (tengamos en cuenta, finales de los años cuarenta) determinaron que tenía algún tipo de trastorno mental y ningún demonio adentro.

Blatty tomó el caso de “Doe”, lo convirtió en una chica y le agregó bastante “musiquita” —cabezas que giran, vómitos verdes, bajadas de escalera corte araña— y fue para adelante.

Tras la decisión de tomar a Friedkin como director, los de Warner querían un elenco más multiestelar que el que la película terminó teniendo.

Sí, acá también hubo idas y vueltas.

Porque Friedkin quería a Audrey Hepburn para el papel de la madre de Regan. Hepburn estaba encantada con el papel, siempre y cuando la película se filmara en Roma, porque era donde estaba viviendo. Viendo la imposibilidad de producción que era eso, siguieron buscando.

Anne Bancroft pidió si no se podían atrasar nueve meses porque estaba embarazada. La siguiente en la lista, Jane Fonda, odió el guión y no quiso saber nada.

Blatty sugirió a Shirley MacLaine, pero Friedkin dijo que no porque ya había estado en una película de posesiones: Crimen en la playa (The Possession of Joey Delaney, 1972) de Warris Hussein.

(Acá también se planta la leyenda urbana muchas veces atribuída a la propia MacLaine, sobre su hija poseída y un exorcismo real por el que tuvo que pasar.)

Así fue como apareció Ellen Burstyn, por aquel entonces prácticamente una desconocida a quien los del estudio desdeñaban, pero que fue a hablar con Friedkin y le dijo que “estaba destinada a hacer este papel.”

Bueno, tenía razón. Pero bien no la pasó. Más de esto en un momento.

Empezaron los problemas con el casting de Regan, y las dudas sobre si alguien de la edad del personaje podría hacer lo que la niña poseída hace en el film.

Primero se consideró alguien más grande, de apariencia más joven. Finalmente, y por insistencia de su madre, Linda Blair llegó al casting a último momento. Blair, hasta el momento modelo publicitaria, en charlas con Friedkin pareció “madura para su edad” (sí, entiendo el horror de la frase) y la persona indicada.

(Sí, podemos hablar horas de cómo esto afectó la vida y carrera posterior de Blair, hoy una hermosa defensora de los animales.)

Por el lado de los curas, querían a alguien “tipo Brando” para Karras, pero Friedkin se decidió por un actor con experiencia en teatro independiente y cero cine: Jason Miller.

El único del casting que no ofreció resistencia fue Max Von Sydow, que agarró de una.

Von Sydow, dicho sea de paso, tenía cuarenta y cuatro años cuando hizo del padre Merrin, cuya edad en la película era setenta y cuatro.

El rodaje tampoco fue un cago de risa: hubo incendios, accidentes y varias cosas más de las que te podés enterar en este capítulo de Space según Hoy Trasnoche, en el que hablamos de la “maldición” de El exorcista.

“Ah, venía multimedia.”

Emoji de uñas pintadas.

El rodaje iba a demorarse unos cien días y terminó, pasado de presupuesto, cerca de los doscientos.

Para cuando se hizo la post, en el muy simbólico edificio 666 de la Quinta Avenida en Nueva York, empezaron a aparecer las mejores magias, sobre todo desde el lado del sonido.

Quizás sea pertinente decir acá que El exorcista, a todas luces una película de terror, fue nominada a ¡diez! Oscar (Mejor película, director, actriz, actor de reparto, actriz de reparto, guión adaptado, diseño de producción, fotografía, montaje y sonido) y ganó ¡dos! de ellos: sonido y guión adaptado.

El sonido, un trabajo demencial donde el equipo se pasó gran parte del tiempo grabando sonidos de animales para superponer con la voz de Regan —doblada por otra actriz— nos sigue poniendo al día de hoy los pelos de punta.

Pero no solo de sonido vivía El exorcista. La música era parte de toda esa magia. Y, como con todo lo otro, el camino tampoco fue tan en línea recta.

Friedkin contrató a —atentx al orgullo catastral— nuestro Lalo Schifrin que compuso una banda sonora que el director odió. Tanto, que finalmente se arregló con piezas orquestales y el leitmotiv del Tubular Bells de Mike Oldfield, que recién había debutado en el mercado discográfico.

Oldfield odió que le usaran una parte de su canción, sintiendo que por la popularidad que había terminado teniendo la película, sería siempre “la de El exorcista.”

En entrevistas posteriores, y tras su experiencia con la banda sonora de El salario del miedo (Sorcerer, 1977), Friedkin se lamentó de no haber conocido antes a los Tangerine Dream.

Schifrin, por su lado, usó la misma música que había compuesto para la película de Friedkin en Aquí vive el terror (The Amityville Horror, 1979).

Sí, venía multimedia en serio.

Otro atractivo —y escándalo en su momento— fueron “los mensajes subliminales”: esas imágenes que aparecen cada tanto en la película, como flashes. De Pazuzu, de calaveras, etcétera.

Subliminales y no tanto, porque estaban a la vista si uno está atento, pero la prensa de la época empezó a culparlas de “neurosis masivas” y “ataques de pánico” durante las primeras proyecciones.

La película se estrenó para la navidad de 1973 en bastantes pocas salas. La gente de Warner no parecía tener ni un gramo de fe.

Viendo como las colas daban la vuelta a la manzana, la hicieron finalmente un estreno masivo y fue el segundo éxito más grande de ese año, después de El golpe (The Sting, 1973) de George Roy Hill.

El exorcista lleva recaudados hasta el momento más de 400 millones de dólares.

La película tuvo un reestreno en 1979, en una copia 70mm y con una mezcla Dolby de seis canales, que es la que sobrevivió hasta nuestros días.

En el 2000 hubo un nuevo reestreno, esta vez vendido como “La versión que no viste nunca antes” con algunas escenas extra, como la bajada de escalera de Regan, que Friedkin quiso sacar del montaje final y que hizo que Blatty lo odiara por años.

La película fue elegida por la Library of Congress en 2010 para ser conservada como parte del acervo cinematográfico norteamericano, aduciendo que es “cultural, histórica y estéticamente importante”.

Sí, nosotros seguimos sin tener Cinemateca.

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