En el episodio del podcast que salió el viernes —santo— pasado, hablamos —y muy bien, con una coincidencia total que a veces pasa, a veces no— de X (2022), la nueva película de Ti West y dijimos entre otras cosas que subvertía las reglas del slasher para hacer algo nuevo.
“Ah, ya sé para dónde estás yendo, pillín”
Estaba cantando.
Lo cierto es que se suelen señalar a un par de films como “padres” del slasher, cuando la cosa, por lo menos en una versión relativamente proto, ya venía de antes.
El consenso más general tiende a orbitar alrededor de Noche de brujas (Halloween, 1978) la obra maestra indiscutida de John Carpenter, pero los más aventureros tienden a señalar a la canadiense La residencia macabra (Black Christmas, 1975) como la madre de todas las slasher.
Peeeero, si nos vamos a poner hinchapelotas —eso probablemente pase sobre el cierre de esta edición— deberíamos señalar que en la historia del cine una cosa es consecuencia de otra y que no existen “casualidades” que “justo a alguien se le ocurrieron”. Muchas veces esas películas totémicas vienen de un pensamiento que estaba dando vueltas en el ambiente de la época, con otras películas que ya andaban por ahí como quien no quiere la cosa.
Peeeero, nuevamente, para entender el antes, me parece mejor que estemos todos en la misma página y entendamos el después.
Sí, esta va a ser una suerte de historia del slasher, pero va a terminar con una lista de improbables que seguramente aprecies.
“Gracias”
Oh, por favor, está todo pago.
Fechemos en Noche de brujas o en La residencia macabra, eso es lo menos importante, podríamos establecer que en algún momento entre mediados y finales de la década del setenta nace oficialmente el slasher, un género rígido que tuvo —hasta ahora— dos períodos muy marcados de apogeo y caída que se podrían fechar entre mediados de los años setenta y mediados de los ochenta y entre fines de los noventa y principios de los dos mil respectivamente.
Pero expliquemos un poco por qué el slasher es un género rígido.
Bueno, puede parecer obvio, y casi que cualquier género puro lo es, pero el slasher se rige a través de una serie de reglas que nunca se rompen.
Casi como cuando Gerardo Sofovich dijo esa frase cruel —y algo cierta— de “Vos al público le tenés que poner risas para que sepa cuando se tiene que reír”, el público de este tipo de películas llenaba las salas en ambos momentos de apogeo buscando las mismas cosas: un asesino con un objeto punzocortante, una serie de víctimas, varias muertes muy creativas y morbosas y una heroína que salve las papas.
Todos estos lugares comunes tienen, por supuesto, sus nombres y razones y, más vale, los voy a detallar a continuación:
Debe haber una final girl, una suerte de colmo de la virtud —generalmente encarnado en un personaje femenino virginal o casi— que es la única que suele sobrevivir para la secuela. A veces sobreviven un par, pocas veces la final girl es un hombre.
Una suerte de posdata a la final girl es que: los personajes sexualmente activos mueren primero y los más virginales llegan al final.
Debe haber muertes sangrientas y creativas y un body count. Las películas, en términos generales, están estructuradas alrededor de esas muertes: algunas al principio en rápida sucesión, creciendo en el nivel de creatividad conforme avanza la trama. Estas muertes suceden generalmente en lugares remotos —dentro de lo remota que ya suele ser la locación en la que se desarrolla la trama— y nadie se da cuenta que están pasando hasta que revelan —muchas veces de golpe y sobre el final— para el resto de los protagonistas. El body count —o cantidad de muertos— también es super importante. Ningún slasher va a zafar con solo uno o dos. De cinco para arriba.
Como las muertes suceden en un período corto de tiempo —generalmente una noche o un fin de semana, muchas veces alrededor de una fecha particular— hay nula presencia policial o de investigadores de ningún tipo.
Los asesinos siempre son humanos —o lo fueron en algún momento— y sus acciones son objetivamente malignas. No hay en ellos ni media forma de redención ni explicación por sus actos viles por más que sepamos de su historia anterior. Los asesinos matan porque pueden, porque quieren y porque tienen una pulsión a hacerlo y nunca tienen una motivación “comprensible” para la audiencia, como puede ser la codicia o una herencia, nidea. Generalmente responden a una fecha determinada, que eligen cada vez que deciden volver como el momento de matar. Llevan una máscara, algo que les tapa la cara o tienen sus facciones escondidas por la fotografía. De ahí que Michael Myers antes de llamarse así se llamó “the shape” (“la forma”).
El mayor horror que provoca el slasher es el de la posibilidad: hay más chances de cruzarse con un loco con un cuchillo que de hacerlo con un fantasma.
Bueno, si viste Scream: vigila quién llama (Scream, 1996), en una de esas ya te las sabías de memoria, pero nunca se sabe.
Ahora sí, un poco de historia.
Después del estreno de Noche de brujas, o si te querés poner en exquisitx, de La residencia macabra todo productor con una cámara, acceso a gente joven y muchas ganas de hacer guita empezó a hacer este tipo de películas.
Si tuviéramos que explicar el slasher de los años setenta y ochenta rápidamente deberíamos recurrir a las tres sagas más exitosas: la de Noche de brujas, la de Martes 13 (Friday the 13th, 1980) de Sean Cunningham y la de Pesadilla en lo profundo de la noche (A Nightmare on Elm Street, 1984) de Wes Craven.
“Esa última tiene trampa”
Sí y no: Freddy estuvo vivo en algún punto, igual que Jason y si es por eso, Michael Myers. El punto es que, como todo negocio que se repite hasta el hartazgo, y muchas veces con producciones algo vagas, la cosa se fue apagando para mediados de la década del ochenta.
Porque mirá que hubo títulos geniales, no tan geniales y definitivamente olvidables: Aniversario de sangre (My Bloody Valentine, 1980), Feliz cumpleaños para mi (Happy Birthday to Me, 1981), Día de los inocentes (April Fool’s Day, 1986), Noche de graduación (Prom Night, 1980) o Sangriento Papá Noel (Silent Night, Deadly Night, 1984) por solo nombrar algunas.
Sí, de varias ya hablamos. ¿Cuál es de qué grupo? Averigualo vos.
Pero volviendo a Freddy un segundo—
Ahí fue cuando la cosa se reactivó un poco con el elemento sobrenatural de “Freddy te viene a buscar cuando te quedás dormido” de la saga de Pesadilla…
Podríamos meter acá la saga de Chucky, que junto con la de Freddy, conforme pasaban las secuelas se fueron convirtiendo en comedias con muertes creativas, pero muñecos asesinos será para otra ocasión.
Ya a comienzos de la década de los noventa, el terror estaba medio como bola sin manija, y no fue sino hasta pasada la mitad de la década que una película con muchas ganas de romper las pelotas y de ser autoconsciente volvió a poner los elementos y las reglas en su lugar, desde otro lugar, si vale la semi redundancia.
La película, ya la nombré antes, fue Scream: vigila quién llama de Wes Craven, escrita por el querido Kevin Williamson, se dice, en poco más de cuarenta y ocho horas.
(Pero quiénes somos nosotros para juzgar qué estaba tomando Kevin y por qué lo ponía tan paranoico, sobre todo si nos iba a regalar ese guión precioso)
El apogeo del slasher autoconsciente derivó en la saga de Scream, la de Sé lo que hicieron el verano pasado (I Know What You Did Last Summer, 1997) y en varios intentos más como Leyenda Urbana (Urban Legend, 1998), Destino final (Final Destination, 2000), Día de venganza (Valentine, 2001) o Cherry Falls (2000).
Como era de esperarse, la vaca dejó de dar leche antes incluso que en los ochenta, sumándole el atentado de las Torres Gemelas que llevó al horror a quizás su punto más oscuro y decadente con la aparición casi inmediata del torture porn. Pero eso, te imaginarás, será otro día.
Porque hoy quiero hablar de otra cosa —muy a pesar de que ya hablé como de cinco para llegar acá— y es la cantidad de películas que precedieron a Noche de brujas o La residencia macabra, dependiendo de que tan finx te quieras poner.
El proto slasher.
“Te fuiste al carajo”
Soy así, dejame vivir.
El proto slasher se ha debatido mucho y si lo tuviéramos que fechar, nos tendríamos que ir hasta los años sesenta, pero bien podríamos hablar del proto proto slasher como para darle al proto también su contexto histórico.
“Tené un límite”
Ojalá pudiera.
Si tuviéramos que definir el proto proto slasher, tendríamos que remontarnos a los años treinta, con Trece mujeres (Thirteen Women, 1932) de George Archainbaud con una sororidad y varias muertes por una venganza, o a los cuarenta con El hombre leopardo (The Leopard Man, 1943) de Jacques Tourneur, con un asesino de mujeres muy metódico o a La garra escarlata (The Scarlet Claw, 1944) de Roy William Neill, con una serie de muertes por rastrillo y Sherlock Holmes investigándolas o la genial La escalera de caracol (The Spiral Staircase, 1946) de Robert Siodmak, donde mujeres tratan de no morir en manos de un asesino con guantes.
¿Estás anotando, no?
Pero quizás sea ir demasiado atrás y deberíamos ir a la que muchos señalan como la primera, que viene pegada a otra.
Sí, hablo de Psicosis (Psycho, 1960) de Alfred Hitchcock y de la también genial Tres rostros para el miedo (1959) de Michael Powell.
La película de Powell tuvo la mala suerte de estrenarse al mismo tiempo que la de Hitchcock y, probablemente, le dediquemos una entrega a ella sola, porque lo merece, pero vamos una por una:
Podríamos meter a Psicosis en la lista, por la alta sanguinolencia de la escena de la ducha, pero no califica como slasher real por una razón de peso: conocemos mucho al victimario, le vemos la cara y hasta se hace bastante para que nos caiga bien Norman Bates, incapaz de matar a una mosca.
Algo similar pasa con Tres rostros para el miedo, cuyo asesino Mark Lewis es para llevárselo a casa (?), además de mostrar las muertes sin mucho detalle.
Para los años setenta la cosa cambia bastante, porque hay tres exponentes que van rumbeando cada vez más: la genial Fright (1971) de Peter Collinson, una película inglesa que un poco inaugura a la final girl y se vale del arquetipo —y leyenda urbana, digamos todo— de “niñera recibe llamados, el asesino está adentro de la casa”; Bahía de sangre (Ecologia del delitto, 1971) de Mario Bava que si me apurás un segundo es una Martes 13 casi una década antes, y tiene el body count y la sangre que podríamos esperar de una película así; Frenesí (Frenzy, 1972) de Alfred Hitchcock que, si bien toma más del giallo que estaba por todos lados en ese momento, pero hay muertes metódicas y con un objeto específico y la que podría considerarse la madre de todas las proto slashers que es—
Redoble de tambores.
Torso, o Los cuerpos presentan violencia carnal (I corpi presentano tracce di violenza carnale, 1973) de Sergio Martino. Sí, un título increíble.
Esta sí que no te la esperabas, eh.
Porque, si como dijimos al principio, estamos ante un género rígido donde todas las reglas se tienen que cumplir, la película de Martino hace casi a rajatabla lo que se deduce solo con una breve sinopsis: una serie de crímenes en una universidad hacen que un grupo de chicas, muy liberales en su sexualidad se vayan a una mansión en el medio de la nada, sin saber que son seguidas por un asesino enmascarado.
Sí, Los cuerpos presentan violencia carnal tiene todo lo que después tuvo el slasher puro y duro: punto de vista del asesino, asesinatos sangrientos, una locación alejada, voyeurismo, un asesino con una máscara, una final girl y un asesino que empezó con una agenda pero que ahora mata por matar.
Bueno, sinceramente espero que hayas estado anotando.
¿Quedan doscientas puertas abiertas? No sería Míralos Morir si no quedaran.
¿Abrirá la película de Ti West una nueva ola de slashers? Imposible precisar. Ojalá.
¿Seguirá esto en algún momento? No te quepa duda.