Para finales de los años setenta, el cine porno en Estados Unidos ya había hecho gran parte de lo que podía hacer desde su legalización en 1972.
Y digo “gran parte” y no “todo” porque le faltaba ese elemento que siempre persiguió y no había logrado hasta ese momento. En palabras del querido Emilio Disi: “la cosa del prestigio.”
Era difícil lograr esa cosa, teniendo en cuenta que lo que se producía era un run and gun que desde que empezaba el rodaje hasta que llegaba a salas con alfombra polémica de manchas pasaban pocas semanas, pero algunos habían tenido la visión de hacer de hacer algo diferente.
Y por “algunos” me refiero específicamente a dos: los hermanos Artie y Jim Mitchell, con su película Detrás de la puerta verde (Behind the Green Door, 1972) que, en medio de la decadencia hippie habían filmado una película porno distinta, a tono con los tiempos que estaban dejando de correr.
Pero no estoy acá para hablar de los hermanos Mitchell —cuya historia de apogeo, decadencia y hasta ¡true crime! merece una entrega propia, y la tendrá seguramente.
Estoy acá para hablar de un proyecto absolutamente ambicioso, con actores de primera línea que, en el último de los pasos de postproducción se convirtió en una película carísima, con estrellas y escenas de sexo explícito.
“Me tenías en sexo explícito.”
Lo sabía. La película era el sueño de un pornógrafo que quería un poco de prestigio y lo había logrado, invirtiendo dinero y terminando de productor de éxitos del New Hollywood de los años setenta. Bueno, no como “productor productor”, pero sí como alguien que tenía plata para poner y la ponía.
“Dale, decí el nombre de una vez que estoy con los ansiolíticos”
Su nombre, claro, era Bob Guccione, el dueño del imperio Penthouse a quien bien se podría considerar “el Hugh Hefner de la B.”
Guccione, tras un año muy fructífero de poner plata en proyectos de otros —entre los que se cuentan Barrio chino (Chinatown, 1974) de Roman Polanski, Golpe bajo (The Longest Yard, 1974) de Robert Aldrich o Como plaga de langosta (The Day of the Locust, 1974) de John Schlesinger— empezó a considerar si no tenía que hacer “una que fuera de él.”
Una película erótica —en aquel momento el límite estaba bastante difuso— con prestigio. Tenía la plata, salió a buscar a los cómplices.
Cómplices que, si tenía la plata, no tardaron en aparecer.
Se aseguró los derechos de una miniserie escrita y abandonada por Roberto Rossellini para usar de base y puso al escritor, ensayista y todo terreno Gore Vidal a trabajar en una adaptación para el cine. Pero no fue al instante, eso viene en un momento.
Mirá, llegamos hasta acá y no me reclamaste el nombre de la película. Es Calígula (1979), por supuesto.

Bueno, hasta acá tenemos a Rossellini, a Vidal y a alguien con un plan que nadie de los otros implicados sabía. Porque esta va a ser la clave en esta historia.
Porque Calígula nunca se vendió —hasta que se tuvo que vender al público— como lo que terminó siendo. De labios de Guccione solo salían referencias de la época como el Fellini Satiricón (Fellini Satyricon, 1969) de Federico Fellini o El Decamerón (Il Decameron) de Pier Paolo Pasolini, pero nada que tuviera que ver con algo remotamente porno. Una película que mostrara la decadencia y la locura romana, pero no escenas de “mete y saca.”
Guccione, subido al tren del prestigio, quería que John Huston o Lina Wertmüller dirigieran su película. Por cuestiones de agenda, o viendo de quién venía propuesta, andá a saber, todxs le dijeron que no.
Wertmüller había escrito una versión preliminar del guion, que Guccione descartó y después terminó llamando a Vidal.
Así fue como terminó recalando para la dirección en el, por entonces, prestigioso Tinto Brass, que venía de dirigir Salón Kitty (Madame Kitty, 1976), una película que se podía emparentar más con Portero de noche (Il portiere di notte, 1974) de Liliana Cavani, La caída de los dioses (La caduta degli dei, 1969) de Luchino Visconti o incluso La gran comilona (La Grande Bouffe, 1973) de Marco Ferreri que con lo que iba a terminar siendo la obra del bueno (?) de Tinto con el tiempo.
Guccione se comió esa galletita y Brass entró como director.
Es justo decir que Brass en ese momento no era el que terminamos conociendo por su obra (?) y fotos agarrando partes de sus actrices en los estrenos de sus películas —una googleada de “Tinto Brass” y “premiere” juntos te puede poner los pelos de punta o pensar “bueno, era otra época”— sino una “promesa” que venía de Europa, para sumarle prestigio a todo eso que buscaba Guccione.
Bueno, volviendo a Vidal. Como era de esperarse, su guion tenía un foco en la homosexualidad, con varias escenas gay dando vueltas y una sola heterosexual. Esto “preocupó” a Guccione que, bueno, vendía exactamente lo contrario para un público diametralmente opuesto.
Para cuando Brass entró a escena ya tenía fama de ser difícil, pero Guccione pensó que con el tamaño del proyecto —algo impensado para la obra anterior del italiano y del género erótico en general— iba a estar más mansito. Brass leyó el guion de Vidal y lo definió como “la obra de un viejo arterioesclerótico” —tranca, arrancó bien— y pidió meterle mano.
Ni había empezado a filmar y ya había por lo menos tres visiones de cómo debía ser Calígula.
La reversión de Brass se focalizaba mucho más en lo sexual, agregaba orgías y varios amenities más que, por supuesto, fueron vistos con buenos ojos por Guccione que, en el fondo quería prestigio, pero también ver guita. Sí, fue adrede.
Y ya que justo nombro a la guita, el presupuesto de Calígula fue demencial: diecisiete millón dolar, que a plata de hoy serían casi setenta. Sí, la plata de una película de presupuesto tirando a grande en una épica erótica. Solo en los setenta.
Cuando Vidal leyó la versión de Brass pidió ser sacado de los títulos, y hasta demandó a la producción. La producción lo demandó a él y todo terminó en un “adaptado de un guión de” en los títulos y sin que figure ningún guionista.
Pasados todos estos dramas, empezó el casting, que fue de mayor a ¿menor? porque, okey, había pretensiones de Orson Welles y Maria Schneider, pero terminaron con Malcolm McDowell, Peter O’Toole y una joven Helen Mirren.
“Momento ¿qué?”
Bueno, eran los setenta, te proponían algo “medio loco” y podías terminar de protagonista de La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971), no es descabellado que semejantes nombres hayan terminado ahí.
Obvio que no sabían en dónde se estaban metiendo. Habían flashado Fellini o Ferreri, y estaban en una de Tinto Brass. Se dice que tanto McDowell como O’Toole se pasaron todo el rodaje fumados y que se acuerdan poco, Mirren con los años la definió como “una mezcla irresistible de arte y genitales.”
Los actores se llevaron mal con Brass, Brass con ellos y el rodaje fue un caos controlado que terminó para la navidad de 1976.
Para cuando este momento había llegado, había tanto material rodado como para hacer por lo menos cinco películas. Y acá, justamente acá, es cuando empezaron los problemas de verdad.
Brass llegó a editar una hora de la película y Guccione lo relevó del cargo, poniendo varios editores no acreditados a cargo.
Pero eso no fue lo único: a espaldas de Brass y de los actores que, hasta acá, habían filmado “una erótica carísima”, se fue con un equipo mínimo —comandado por su cómplice Giancarlo Lui— a los sets en Roma con un montón de modelos de Penthouse y filmó varias escenas con sexo explícito para agregarle a su “obra maestra.”
Cuando Brass y los actores se enteraron de la movida, quisieron irse, pero era demasiado tarde. El elenco acordó doblar sus escenas solo si lo hacían sobre una versión de la película que no tuviera los agregados de Guccione.
La película se estrenó en 1979, fue un éxito de taquilla (recaudó unos 23 millones solo en Estados Unidos) y un fracaso de crítica. La época del porno chic había terminado hacía años y Calígula no había logrado reavivar esa llama.
Hubo dos anuncios de reestreno de la película en los últimos años: el primero fue en 2008, donde Penthouse explicó que iba a lanzar un “corte del director” con la aprobación de la familia de Tinto Brass. No pasó. En 2019 dijeron que iban a sacar un nuevo corte “fiel al guión de Gore Vidal” en algún momento de 2020. Okey, 2020 no fue el año más normal, pero dos años después ni noticias.
La película estuvo prohibida en Rusia hasta 1993 y sigue estándolo en Bielorrusia, pero me imagino que deben andar con quilombos más grandes en este momento como para rever la sanción.
Y hablar de prohibiciones nos lleva a ponernos orgullosos y catastrales y contar qué pasó con Calígula en nuestro país.
Por supuesto que, en la época, no se estrenó. Lo hizo bastante después de la vuelta de la democracia, pero eso viene en un instante.
Como en la época de la censura se sabía qué películas estaban prohibidas y no se iban a ver, la prensa a favor del régimen (y sobre todo la escasa en contra) se ocupaba de machacar con que tal o cuál título no llegaría al país con ópticas opuestas que tenían el mismo resultado: los primeros alegrándose de que se semejante “aberración que venía destruir a la familia” no iba a verse en nuestras salas, los segundos preguntándose por qué y haciendo lo posible por verla ¡y contarla! en artículos como los de Aníbal Vinelli o la querida Moira Soto en revista Hum®.
El resultado, por supuesto, era el mismo: todos querían ver eso que no le dejaban ver. Y ahí, claro, aparecían los distribuidores, compraban una película italiana que poco o nada tenía que ver con la original y la titulaban maravillosamente.
Así fue como lxs argentinxs tuvimos, mucho antes del estreno de Calígula, joyas (?) como Calígula y Mesalina (Caligola e Messalina, 1982) de Bruno Mattei o Calígula 2: la verdadera historia (Calígola… La mia storia raccintata, 1982) de Joe D’Amato.
Sí, si sabés un poco de ese cine, sabrás que esos dos directores que acabo de nombrar son pesos pesados del género pero, y me río escribiendo esto, no estarán nunca a la altura (?) de Tinto Brass.
Lo cierto es que la Calígula original, para el momento donde el porno se “toleró” en el país (iba a poner “legalizó”, pero el camino fue más largo), pasó a ser una atracción turística.
Porque las películas que en ese momento se llamaban “de exhibición condicionada” (prestigiosas como esta, o no) tenían el mismo trato que los casinos. Su exhibición estaba circunscripta a ciudades balnearias, siendo Mar del Plata la meca de todo esto.

¿Cuatrocientos kilómetros para ver Calígula? Podía pasar. ¿Una salida de parejas en plan Travis y Betsy en Taxi Driver (1976) en medio de unas vacaciones familiares? También es posible.
Recién un año o dos después las “condicionadas” fueron autorizadas en todo el país, muchos de los cines que ya habían entrado en la decadencia del continuado, del doble y triple programa —generalmente los de los barrios y suburbios, llamados en la jerga “simultáneos”— empezaron a exhibir este tipo de cosas, dando una nueva (y corta, con la llegada del video poco tiempo después) vida a esas salas que terminarían albergando templos evangélicos.
Así fue como en muchas de las salas donde se exhibió El exorcista (The exorcist, 1973) hoy se hacen exorcismos. Podríamos decir que “el espectáculo sigue vivo”, pero a qué costo.