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109 – Otro poco de historia

Publicado el 17 de febrero de 2022

En la entrega del jueves pasado hablé un poco de como había horror en todos lados incluso antes de la invención del cine, de más “horrores” de Edison y de varias delicias más.

Uno de los denominadores comunes de todo esto era la literatura de género, cuyas obras muchas veces precedían a la propia invención del cine, a veces por siglos.

Pero hubo una que se publicó con el cine ya “funcionando” que dio lugar a la aparición de, probablemente, una de las más grandes leyendas del género.

“Ya empezó con el misterio”

Hablá con tu terapeuta para que te suba la medicación, van tres párrafos.

Decía: un francés había escrito una novela que se podía considerar “romántica”, pero el carácter tortuoso del romance que contaba la emparentaba más con el horror que con una novela rosa con Fabio en la tapa.

Ah, ese flashback no te lo esperabas, eh.

La novela, obviamente, era El fantasma de la Ópera, de Gaston Theroux publicada en 1910. 

Theroux ya habia sacudido al mundo editorial —y te diría, sigue sacudiendo— con esa maravilla “de cuarto cerrado” que es El misterio del cuarto amarillo en 1907.

Theroux había empezado como periodista, viajando alrededor del mundo cubriendo eventos del momento, pero al mismo tiempo encontraba tiempo para escribir las novelas que se le iban ocurriendo. Y con ese poder de multitasking, llegó a publicar más de cuarenta antes de morir —¿prematuramente? era otra época— a los 59 años en 1927.

Bueno, pero volviendo a El fantasma de la Ópera, antes de que te pongas a gritar ¡Pepito Cibrián! hay varias cosas que tenemos que hablar antes.

Porque a los pocos años de su publicación tuvo su primera —y quizás mejor— adaptación a la pantalla —silenciosa por aquel entonces— de la que se tenga memoria.

Estaba dirigida por Rupert Julian, un neocelandés que había empezado dirigiendo a su esposa, la actriz de cine mudo Elsie Jane Wilson en su tierra natal y que no tardó en emigrar a Estados Unidos, que por aquel entonces era la tierra de las oportunidades.

Lentamente fue haciendo sus primeros palotes en la industria yanqui, llegando a completar El carrusel de la vida (Merry-Go-Round, 1923), que Erich Von Stroheim había abandonado.

Viendo que Julian tenía las credenciales para hacer el trabajo bien y a tiempo, le propusieron la adaptación de la novela de Theroux, aunque, bueno, la cosa se iba a complicar porque esto es Míralos Morir.

Bueno, hasta acá, si no conocés la historia, dirás “Bueno, y a mí qué me cuenta. Aburridísimo todo.”

No, aburridísimo nada. Porque había un factor extra. La película iba a estar protagonizada por una estrella en ascenso, que se iba a terminar de consolidar con este papel: Lon Chaney Sr, más conocido como “el hombre de las mil caras.”

Pero para llegar ahí vamos a tener que— Dale, decilo.

“—hacer un poco de historia.”

Tú lo has pedido.

Lon Chaney Sr había nacido Leonidas Frank Chaney en Colorado Spring, Colorado en 1883. Vas a notar que se le adosa el Sr, porque su hijo Lon Chaney Jr también hizo las delicias de los amantes del horror, pero varios años después y tuvo —spoiler alert— una vida casi tan —o más— trágica que la de su padre.

Del pibe (?) ya me ocuparé a su debido tiempo. Hoy tenemos que hablar del padre, porque su historia es, por ponerlo de una manera bastante simple, extraña.

Sus padres eran sordos, algo que puede parecer un hecho trivial, pero que terminó cementando lo que vendría después.

Porque una de las actividades favoritas de su madre —postrada en una cama la mayor parte del tiempo por problemas de ciático: sí, parece un cuento de Dickens— era que el joven Lon le contara con gestos y actuaciones las cosas que habían pasado en el día.

Con esta práctica diaria, y con cierto talento que se ve que tenía, el joven Chaney fue adquiriendo habilidades pantomímicas casi de otro mundo.

Ya ves para dónde estoy yendo, ¿no?

Para principios de siglo, empezó a girar con circos y espectáculos de vaudeville alrededor de los Estados Unidos, sumando a su capacidad de hacer caras y movimientos una habilidad increíble para el maquillaje.

El mito de “el hombre de las mil caras” empezaba a aparecer.

Tras varias giras y después de conocer a la que sería su esposa y madre de su único hijo, la cantante Cleva Creighton —acá también hay una historia triste, no te pongas ansiosx— decidieron asentarse en Hollywood, esa tierra de las oportunidades allá por 1910.

En realidad fue por casualidad, porque la compañía para la que trabajaban se fundió cerca y, bueno, ya que estaban fueron a probar suerte.

Claro que el matrimonio no era, justamente, una caminata por la pradera inglesa y, para 1913 cuando Chaney le pidió el divorcio a Creighton, esta se le apareció en el teatro en el que él estaba trabajando e intento suicidarse tomando cloruro de mercurio.

El intento afortunadamente falló, pero arruinó sus cuerdas vocales y, por ende, su carrera de cantante. También arruinó la carrera de Chaney en el teatro, que por aquel entonces era un lugar que no quería problemas y obligó al actor a buscar una carrera en las películas.

Porque, es sabido si leíste Hollywood Babilonia o incluso alguno que diga algo medianamente cierto, que el Hollywood de los años 10 era un poco más permeable a este tipo de escándalos.

Empezó a trabajar para Universal, haciendo papeles secundarios que, muchas veces, eran muy visibles por su habilidad camaleónica con el maquillaje y las expresiones. No olvidemos que las películas eran mudas y la “morisqueta” era, por aquel entonces, un commodity.

Para 1919 Chaney ya era una estrella y había filmado arriba de cien películas. Mal pagas, eso eso. No vamos a entrar en la guerra de sueldos que los actores a contrato de los estudios empezaron a librar ya desde esos días, pero digamos que su sueldo era semanal y de unos cien dólares.

Cuando fue a reclamar que daba ganancias por mucho más que eso, los de Universal solo le respondieron que “Nunca vas a valer más de cien dólares por semana.”

Y así es como, con un montón de cosas en el plato, llegamos a 1922, cuando Carl Laemmle, que por aquel entonces presidía Universal, se va de vacaciones a París.

Pero no fue todo joda y petit fours (?), en el viaje Laemmle conoce a Theroux, le cuenta que ama la Ópera de París y el escritor, ni lerdo ni perezoso le regala una copia de su última novela.

Laemmle, cuenta la leyenda, la leyó en una noche y le compró los derechos antes de volver de las vacaciones, con Chaney, que ya venía siendo una de las estrellas convocantes, como protagonista en mente.

Se empezó a filmar al año siguiente y el rodaje fue todo menos un cago de risa: porque, como te adelanté hace un rato Rupert Julian y Chaney, bueno, no fueron besties ni de casualidad. Tanto, que se dejaron de hablar durante la filmación.

“Es como el ‘No te va a contestar Armando’.”

Bueno, un poco sí. El rodaje se hizo como se pudo y mucho del prestigio que Julian había ganado como “el reemplazo de Von Stroheim” medio que se diluyó en una serie de infinitas torpezas.

Para cuando la película estaba terminada, los screenings con audiencias dieron un saldo negativisimo. Ahí fue cuando decidieron llamar a Edward Sedgwick —que después iba a dirigir a Buster Keaton, entre un montón de otras cosas— a ver si podía emparchar ese mamotreto que, encima, era larguísimo.

Sedgwick filmó un poco más, hizo lo que pudo y finalmente, y a pesar de que Julian aparece en los créditos como director, fue más un trabajo de los montajistas Maurice Pivar y Lois Weber y del propio Chaney.

A esto hay que sumarle un dato que no di hasta ahora, que era el sufrimiento físico al que Chaney se exponía cada vez que componía un papel para el que debía transformarse: corsets, modificaciones de maquillajes difíciles de aguantar y varias cosas más.

Para cuando la película se estrenó, la cosa funcionó bastante mejor. El fantasma de la Ópera (The Phantom of the Opera, 1926) recaudó dos millones de dólares de la época, algo así como treinta y un palos a plata de hoy.

Aún mal pago, Chaney se fue con su música a MGM, donde conoció a su otra mitad: Tod Browning.

Bueno, decir “conoció” es una falacia, porque ya habían trabajado juntos cuando ambos no eran lo que terminaron siendo. Este “reencuentro en la madurez” fue crucial.

Sí, de Tod Browning vamos a tener que hablar largo —y quizás en varias entregas por el volumen de lo que dio— pero hoy solo hablaremos de su relación con Chaney.

El “matrimonio” entre Chaney y Browning trajo grandes cosas, incluso antes de que el bueno de Tod se convirtiera en “el director de Drácula (1931)” y bueno, de Fenómenos humanos (Freaks, 1932), la película que le valió su carrera.

Juntos hicieron, entre otras, la increíble The Unknown (1927), Los tres malditos (The Unholy Three, 1925) y la ahora perdida London after Midnight (1927), de la cual hablaremos algún día porque su historia merece una entrega aparte.

La sensibilidad que tenía Chaney para componer a gente con dificultades corporales trabó un pacto implícito con Browning que, bueno, después demostró tener la misma sensibilidad.

Con la llegada del cine sonoro, Chaney se demostró como uno de los pocos que se hubiera podido adaptar, haciendo varias voces distintas de ser necesario.

Es de hecho durante una de esas sobreexigencias de la garganta que nota que algo no andaba bien: fue en el rodaje de Monstruos de acero (Thunder, 1929), donde se agarró una neumonía que terminó en un diagnóstico de cáncer de pulmón. Para el año siguiente, estaba muerto.

Su funeral fue el 28 de agosto y entre los que llevaron su cajón estaban Irving Thalberg, Louis B. Mayer, Lionel Barrymore y, por supuesto, Tod Browning.

Ah, te pensabas que iba a terminar bien.

Igual esperá que hay una postdata. Tras la muerte de su padre, Creighton Tull Chaney, que trabajaba de plomero abandonó su carrera para usufructuar con el Lon Chaney Jr, que le valió ser una de las estrellas del período de horror de Universal durante los años cuarenta.

Pero del hijo, bueno, nos vamos a tener que ocupar otro día.

Y una más: Habrás notado que no di muchos detalles de las transformaciones que Chaney hacía en cámara. Fue a propósito. Porque si nunca oíste hablar de él, prefiero que te acerques a su filmografía sin saber lo que hacía y que disfrutes el cine como lo que es: un montón de magia inexplicable. De nada.

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