La primera pregunta a hacernos sería ¿Por qué hablar de Kim Ki-duk si ya se habló hasta el hartazgo en medios de esos que andan buscando el nuevo mesías cada tres meses? Y la verdad que el planteo llevaría al menos un ápice de razón.
Kim Ki-duk, el que deslumbró a Venecia, Locarno y San Sebastián con La isla (Seom, 2000), Primavera, verano, otoño, invierno… y otra vez primavera (Bom yeoreum gaeul gyeoul geurigo bom, 2003) y Hierro-3 (Bin-jip, 2004) y que, seguramente en crónicas de medios locales fue aplaudido de pie por una considerable cantidad de minutos en andá a saber qué función de qué festival, era una “figurita repetida” en el mundo del arthouse.
Tanto, que en los últimos años hasta se había empezado a repetir a sí mismo.
“¿Tanto como Hong Sang-soo?”
No, bueno, es muy difícil superar al maestro que trascendió del mundo del arthouse al de los memes—
— pero por ahí andaba. Y no es para culparlo (no de eso, pero tampoco quiero spoilear), el cine —incluso ese que algunos perversos llaman “arte”— no deja de ser un negocio: Cannes, Netflix, todo es guita. La diferencia es cuánto ponen y cuánto se llevan.
El que crea que el “cine arte” —y lo escribo apretando los dientes, casi arrepentido de haber usado ese término horroroso— no quiere ganar guita debería volver a la primaria.
El tema no es la guita, el tema es a quién se la sacás y cómo. Las de superhéroes te bombardean con el fomo de no saber qué pasó después, el arthouse con el de pertenecer. Fomos son fomos, vengan del bando que vengan.
¿Odio con todo lo que estoy diciendo la carrera de Kim Ki-duk? Bueno, no tanto. Sí es cierto que se nos complicó a los que sus películas no “nos llegaban” tanto enterarnos de las noticias de abuso a las actrices que habían trabajado con él que lo tuvieron huyendo por el mundo hasta que se cagó muriendo por las pandemics en Rusia en 2020.
Pero no estoy acá para hablar de Kim Ki-duk. O sí.
“Dejá de confundirme, que estoy anotando y tengo que tachar”
Bueno.
Para entender el tema de hoy, vamos a tener que explorar un concepto y ahí vamos a entender todo mucho mejor.
“Hacer un poco de historia”
Bueh, no tanto. O no todavía, en realidad.
Según Wikipedia —no me pidas más que esto para esto, sí para todo lo demás— “un doppelgänger es el vocablo alemán para definir el doble fantasmagórico o sosias malvado de una persona viva. La palabra proviene de doppel, que significa ‘doble’ y gänger: ‘andante’. Su forma más antigua, acuñada por el novelista Jean Paul en 1796, es doppeltgänger, ‘el que camina al lado’. El término se utiliza para designar a cualquier doble de una persona, comúnmente en referencia al «gemelo malvado» o al fenómeno de la bilocación.”
“Ahora sí: pará, pará, pará.”
Son muchas las historias de doppelgängers o “sosías” en la historia del cine: desde Vértigo (Vertigo, 1958) de Hitchcock hasta El ladrón de orquídeas (Adaptation, 2002) de Jonze, pasando por La doble vida de Verónica (a double vie de Véronique, 1991) de Kieslowski, Pacto de amor (Dead Ringers, 1988) de Cronenberg o si querés Femme Fatale (2002) de De Palma y llegando hasta la saga de Gran valor (compuesta por Gran Valor (1980) y Gran valor en la facultad de medicina (1981), ambas de Cahen Salaberry con el hilarante —notar la itálica en ‘saga’ e ‘hilarante’— Juan Carlos Calabró)
Ah, esa referencia a Calabró no te la esperabas ni en pedo.
Y esta, queridx amigx, es una historia de doppelgängers en la vida real.
“Cómo cómo cómo”
Sí, porque hay dos Kim Ki-duk, que vienen del mismo país, no son parientes y tuvieron carreras en épocas muy distintas de la historia.
“Y vas a hablar del otro”
Exacto, voy a hablar del “mellizo bueno”. Pero para eso vamos a tener que—
“Ahora sí hacer un poco de historia.”
— y viajar en el tiempo a la Corea de los años sesenta, cuando los BTS todavía no habían nacido y la cosa, la verdad, estaba bastante más peluda.
Los coreanos y su industria fílmica se la pasaban haciendo melodramas, pero veían como los japoneses —con quienes no se habían llevado tan bien hacía unos años— levantaban guita con palas mecánicas con películas de monstruos gigantes.
La furia del kaiju eiga estaba a todo motor y si bien el franchise más famoso eran Godzilla y sus adláteres —de los estudios Toho—, había estudios —como Daiei— que lanzaban sus propios monstruos, como Gamera, la tortuga gigante.
De Gamera yo no sé si me ocupé ya (perdón, pero van casi doscientas con las de los martes), pero imagino que si no lo hice lo haré, porque ese frisbee defensor del universo me puede. Volviendo—
Para mediados de los años sesenta la productora coreana Keukdong Entertainment hizo un trato con la japonesa Toei —sí, los que después hicieron Battle Royale (Batoru rowaiaru, 2000) de Fukasaku y hasta fueron responsables de la versión animada de Dragon Ball— para producir un kaiju eiga en tierras coreanas.
Pensaban que si los japoneses aportaban su knowhow, todos iban a aprender, el negocio iba a ser de conveniencia mutua y los coreanos iban a tener su propio Godzilla.
Bueno, se hizo lo que se pudo y los coreanos tuvieron a Yongary, Monster from the Deep (Taekoesu Yonggary, 1967)
Sí, el afiche es increíble.
Ahora tenemos que hacer un flashback a algunos años antes y hablar de el otro Kim Ki-duk:
Nació en 1934 y pasó gran parte de su carrera dirigiendo lo que se le pusiera adelante. Dramas, comedias, películas de acción. Un jack of all trades, como le gusta decir a los yanquis.
Tanto, que su filmografía está arriba de los sesenta títulos, pero, por alguna razón recordamos más uno que los demás.
Y eso es porque Kim Ki-duk fue, a contramano y de una forma muy extraña, “el primer director coreano en llegar a Estados Unidos” con esta película.
“Antes que Parásitos.”
Más de cincuenta años antes.
Quizás no en los Oscar, quizás en cines con peor alfombra.
Y ahora viene el flashforward a cuando los coreanos querían salir a pararse de manos con los japoneses y competir en el mundo del kaiju eiga.
La película fue filmada con un presupuesto bastante bajo, muy a pesar de “coproducción” y la verdad que se hizo lo que se pudo.
Para los sinopsistas: Hay un terremoto —por una prueba nuclear—, que despierta a un monstruo que ataca una maqueta, en este caso de Seúl. Por qué ese monstruo necesita aceite para seguir operando como si fuera un auto, no nos lo vamos a preguntar, porque quiénes somos nosotros para juzgar.
Y no te vayas a creer que Yongary no tenía —del mismo modo que Godzilla y gran parte del scifi japonés de la época estaban basados en el “terror nuclear”— una bajada de línea: la acción sucedía en Panmunjom, el mismo lugar donde se había firmado el armisticio entre las dos Coreas.
Sí, los del norte tuvieron a Pulgasari (1985), filmada a punta de pistola por Sang-ok Shin, un director surcoreano secuestrado, pero de eso ya me ocupé en la prehistoria de este newsletter.
La película anduvo más o menos bien con el público y la crítica la encontró “aceptable”, pero no fue un éxito como para seguir haciéndole secuelas.
Eso si no contamos Reptile 2001 (Yonggary, 1999) de Hyung-rae Shim, pero no te recomiendo que te metas ahí. En serio. No. En serio. No es no.
Los derechos de venta internacional estaban a cargo de Toei, y los de Keukdong muy torpemente le enviaron todos los negativos originales del film, algo que con el tiempo se iba a transformar en una pequeña tragedia.
Porque la única versión que sobrevivió de la película hasta nuestros días es la norteamericana —con derechos comprados para televisión por American International Pictures, cuándo no— y lo poco que quedó de la versión oriental —que, como la Godzilla, el rey de los monstruos (Gojira, 1945) de Ishirô Honda, variaba notablemente en posiciones frente a varias cosas— terminó tan roto que no llegaba ni a la mitad del metraje.
“Cinemateca ya.”
Bueno, sí, también. Pero más acá, por favor.
Yongary, película que nunca no escuché nombrar sin “…el monstruo coreano” adosado, no es precisamente una para que el American Film Institute se ponga a conservar. Sí, digamos todo, nos puede dar un rato de sana diversión y esparcimiento.
Pero quizás sea interesante entender que esa puesta en valor del cine coreano de los últimos quince o veinte años (tomando Oldboy (Oldeuboi, 2003) de Park Chan-wook como el momento donde muchxs se dieron cuenta de que “algo estaba pasando” y Parásitos (Gisaengchung, 2019) de Bona Joon Ho como la confirmación definitiva para lxs que no querían ver o entender o andá a saber qué) sucedió por décadas enteras de inversión del estado —y privados aventureros, pero más del estado— en cultura.
Que hoy tengamos estas películas es porque hubo décadas de prueba y error. Y, quizás solo quizás, en una de esas Yongary tuvo algo que ver con todo eso, porque hasta donde tengo entendido, Parásitos no nació de un huevo que bajó del espacio. Yongary tampoco, la verdad.
“Ahora vas a decir que para entender el presente hay que saber del pasado.”
Me sacaste las palabras de la boca, y sí: es un poco la razón por la que estamos acá todas las semanas insistiendo.