Si llegaste hasta acá pensando “Ah, va a hablar de Qué bello es vivir (It’s a Wonderful Life, 1949) de Frank Capra” bueno, capaz que no venís leyendo estos envíos con la profundidad que deberías.
Sí, Qué bello es vivir es una gran película navideña, pero está incluída en listas de películas de gente que incluso nunca vieron una película en blanco y negro —a veces ni siquirea esa, si es por eso— en su vida.
¿Por qué hacernos eso, no? ¿Por qué el lugar común?
Porque, en definitiva, estos son un poco los escritos de un viejo loco y, como tales, “es mi fiesta y lloro si quiero.”
No, no me agarraron depre las fiestas, era solo para ilustrar.
Tenía ganas de hablar de la que considero, por una serie de cosas que seguramente exponga, la segunda película navideña definitiva después de Duro de matar (Die Hard, 1988)
“Eso es mucho decir.”
Bueno, para qué estamos acá si no es para exagerar.
Así que, para mi próximo truco voy a necesitar una película canadiense hecha por un director que no tuvo un carrerón, escrita por uno que si lo tuvo, con un par de actores famosos y una banda sonora inolvidable.
“Estoy perdido.”
Bueno, más pistas: ocurre en época de navidad, tiene hasta un Papá Noel, pero no es exactamente sobre ningún milagro navideño ni nadie que se vuelve bueno de la noche a la mañana. Más bien todo lo contrario.
“Tome mi dinero buen hombre.”
Bueno, eso es por acá. Regalate (o regalale a tus amigos) la alegría del de los martes. Me tenés que reconocer que el product placement estuvo atinado.
Para lxs que vienen gritando el título desde que dije “canadiense” y para los que no tienen idea de lo que vengo hablando: la otra película navideña es El socio del silencio (The silent Partner, 1978) de Daryl Duke.
“¿Quién?” te preguntarás con buen tino. Duke fue, como muchos otros que hemos homenajeado por acá y en Frame Fatale, un director de televisión que coqueteó un poco con el cine —en este caso específico, maravillosamente— y después volvió a la caja boba —que por aquel entonces era incluso más boba que ahora— sin mayores estridencias.
Peeeero, como suele suceder con esa multiplicidad de directores que tienen “una película buena adentro”, la de Duke atravesó todo límite, si se me permite la cita a la Hache.
Porque, okey, no me la voy a pasar haciendo paralelos con Duro de matar toda la entrega, pero dejame una por ahora: es sobre un robo y pasa en época navideña. Tanto, que hay un villano vestido de Papá Noel.
“Okey, aceptable.”
Pero lo que pasa se aleja bastante de lo que podría ser una de “Papa Noel asalta bancos” y se va a lugares bastante impensados e, incluso, demasiado lejanos.
“Okey, ya tenés mi atención.”
Caray que me costó esta vez.
El socio del silencio es una película canadiense, financiada por el Estado. Es interesante señalar esto cada vez que hablamos de las primeras de, no sé, Cronenberg, y de varios canucks más para que se entienda la dimensión de cómo algo puede funcionar si se lo lleva como se lo tiene que llevar.
“Con la plata de los jubilados hicieron una novela de Andrea del Boca.”
Bueno, claro. Ese es el nivel de discusión cada vez que se habla de esto acá. O la nueva e incluso más oligofrénica de “La gente elige ver la película que está en el 95% de las salas”. En fin. No estoy acá para hablar de eso.
El punto es que el Estado canadiense financió un thriller que tiene bastante filo.
No soy de los sinopsistas, porque ya dije que hacen casi tanto daño como los trivieros, pero igualmente:
Un tímido cajero de banco que hace todo bien, ve venir un robo (y difo “ve venir” porque se frustra en un par de ocasiones hasta que termina ocurriendo), separa gran parte de la caja y da al ladrón (un hombre vestido de Papá Noel) solo una pequeña parte del botín.
Para cuando el ladrón se entera de que se llevó mucho menos de lo que el cajero declara, decide salir a buscarlo para pedirle explicaciones.
Ah, te re dieron ganas de verla.
Como ya dije antes, tiene un Papá Noel. Y pasa en navidad. Y encima es de Canadá, que está más cerca del Polo Norte. Bueh, obviemos Alaska para que funcione.
La película resultó un éxito en la taquilla canadiense, no tanto en la yanqui, que tardó algunos años en darle el amor que efectivamente merecía, pero bueno, esas cosas pasan siempre y las terminamos comentando acá casi semanalmente.
El socio del silencio, de todas maneras, no era una idea del director, del guionista ni siquiera de los productores: era, técnicamente, una remake de una película danesa de finales de los años sesenta llamada Tænk på et tal (1969) que, si nos vamos a poner amables, tuvo el título en inglés de Think of a Number, dirigida por Palle Kjærulff-Schmidt y basada en la novela del también danés Anders Bodelsen.
Mirá, adaptando un nordic noir a finales de los setenta. En tu cara La chica del dragón tatuado (The Girl with the Dragon Tattoo, 2011) y, bueno, todas las series de Netflix de todas las semanas.
Es la primera película de una compañía que iba a dar que hablar algunos años después y la primera apuesta de un señor que vio en el incentivo impositivo canadiense una oportunidad de negocio: Mario Kassar y su querida Carolco.
Kassar, y su socio Andrew Vajna empezaron aprovechando el beneficio canadiense y en poco tiempo también había producido la genial El intermediario del diablo (The Changeling, 1979), para luego meterse de lleno en el cine de acción yanqui hecho y derecho con Rambos y Terminators, antes de ponérsela de sombrero poco antes de que terminara el boom de los músculos y el blockbuster, pero eso es para otra vez.
El incentivo impositivo canadiense, que vengo teaseando hace por lo menos diez párrafos era un intento del gobierno por fortalecer la industria cinematográfica local apoyando la producción de películas que, escuchá esto porque la vas a flashar: “llevaran espectadores a los cines.”
Con el tiempo, la cosa resultó medio en un Alto Ponzi y medio que quedó de lado, volviendo a mediados de los años noventa con la idea de Vancouver como lugar para filmar la televisión yanqui de por aquel entonces, pero esa también es otra historia.
Lo cierto es que el trabajo de adaptación de la novela / película danesa recayó en manos de un joven con muchas ganas de progresar de nombre Curtis Hanson, que venía de escribir Los endemoniados (The Dunwich Horror, 1970) de David Haller y de escribir y dirigir Sweet Kill (1972) justo antes de esta, que le iba a dar la oportunidad de escribir Perro blanco (White Dog, 1982) de Sam Fuller.
Claro que lo que Hanson quería no era escribirla sino dirigirla, pero el trabajo fue para Duke, a pesar de que ya tenía un poquito de experiencia, pero bueno, la cosa después iba a cambiar un poco.
No solo porque Hanson después iba a dirigir La mano que mece la cuna (The Hand that Rocks the Cradle, 1992), Los Ángeles al desnudo (L.A. Confidential, 1997) o 8 Mile: calle de la ilusiones (8 Mile, 2002), sino porque iban a pasar cosas en el propio rodaje de El socio del silencio, pero no nos adelantemos.
Como parte de la idea de conquistar el mercado local, la producción decidió que la pareja principal (Elliot Gould y Suzanne York) no fuesen canadienses, mientras que el resto del elenco (Chistopher Plummer en quizás el mejor y más extraño papel de su carrera y hasta un joven John Candy) sí lo fuera.
A modo de rareza total, la banda sonora estuvo a cargo de Oscar Peterson, siendo esta la única banda sonora compuesta especialmente por él en su carrera, dejando de lado que se haya usado su música en otras películas.
Se dice que Peterson aceptó el trabajo porque había sido compañero de la secundaria de Christopher Plummer. Digo “se dice” porque los números de años de nacimiento difieren un poco, pero bueno, capaz que se conocían de los recreos, nidea. Es justo decir que por lo menos eran los dos canadienses.
Un poco más atrás dije que Hanson quería dirigir la película y el trabajo fue para otro. Bueno, Duke finalmente renunció al rodaje cuando se le pidieron retomas y algunas tomas un poco sanguinolentas —si las viste, las recordás, si no, ya te vas a dar cuenta de cuáles hablo— que se negó a filmar. Hanson, que estaba en el banco de suplentes y al salto por un bizcocho, aceptó el trabajo gustoso y terminó la película, siendo —un poco, eso es— de él también.
Pero quizás lo más interesante de El socio del silencio sea que cuenta una historia de lobo solitario —de esas que hablamos cuando hablamos de Paul Schrader ya no recuerdo si en estos o los de los martes—, que juega sutilmente con la “guerra” entre canadienses y yanquis con “usted se cree más vivo que yo” y, sobre todo, que es una historia que borra constantemente los límites entre los buenos y los malos.
¿Queremos que “el bueno” que no es bueno triunfe? A ver. ¿Estamos tan seguros? ¿Queremos que “el malo” que es bien malo lo agarre? A ver. ¿Estamos tan seguros?
La película es un juego del gato y el ratón donde las reglas van cambiando todo el tiempo. ¿Hace falta que haga la referencia a Duro de matar o se cae de madura?
El socio del silencio es, ante todo, una película que nos deja llenxs de dudas. Y esto es, como ya dije miles de veces por acá y por casi cualquier lado, un valor y no un error. Pensar parece estar sobrevaluado en estas épocas y, la verdad, debería ser un commodity a perseguir en nuestro consumo audiovisual.
Si, pensar que Mario Fendrich vio El socio del silencio no es una exageración. Bueno, si es por eso Apenas un delincuente (1949) de Hugo Fregonese tampoco. Por desgracia, en la repartija de películas autobiográficas, le tocó Tesoro mío (2000), pero eso es para otra vez.
Feliz navidad.