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100 – Historias extraordinarias

Publicado el 16 de diciembre de 2021

Existe un mito que muchas veces resulta ser cierto: las películas episódicas no funcionan bien con el público.

Sean estas colaboraciones de varios directores —en general, esfuerzos entre varios para llegar “al largo” en el último tiempo y sobre todo en el cine de género— o de un mismo autor, las películas que cuentan —generalmente— tres historias en una han tenido mal desempeño en el box office.

Será que su propia naturaleza —en el momento en el que te enganchaste con una historia, termina— las hace algo anti climáticas o será que simplemente el público les da la espalda, lo cierto es que la “película episódica” parece ser veneno para distribuidores y exhibidores.

Es por eso que, muchas veces, algunas de las que sí recordamos vienen attacheadas a grandes nombres: Boccaccio 70 (1962) de Monicelli, Fellini, Visconti y de Sica o Historias de Nueva York (New York Stories, 1989) de Allen, Scorsese y Coppola que, con esas firmas, “cuatriplican” o “triplican” las posibilidades de llevar gente al cine.

Las películas de las que vamos a hablar hoy son variadas: dos son de un solo director contando distintas historias y una sola responde al “sistema virtuoso” de película episódica que nombre en el párrafo anterior.

Pero antes de empezar, hablemos un segundo de qué constituye una película episódica y de por qué es un poco el germen del calvario que estamos viviendo como sociedad con cierta escolarización audiovisual en estos días.

Generalmente, las películas episódicas se componen de un número no fijo de viñetas pero; como dije antes, y con la manía de la trilogía tan arraigada en el inconsciente colectivo cinéfilo, tienden a ser tres; que están unidas por un tema, una premisa o simplemente un hecho dramático que hace que de una historia pasemos a la otra.

Lo que las une puede ser un lugar, como en Historias de Nueva York, una persona, como en Cuatro habitaciones (Four Rooms, 1995) o un elemento como en Café y cigarrillos (Coffee & Cigarettes, 2003). Esa locación, persona o elemento es la que funciona como “plasticola narrativa” para que vamos de A a B a C y así.

Claro que las películas episódicas no empezaron en los cincuenta (el caso de la primera que vamos a hablar hoy) sino mucho antes: se supone que Gran Hotel (Grand Hotel, 1932) de Edmund Goulding —el que después hizo Amarga victoria (Dark Victory, 1939)— fue la primera de muchas. Generalmente, y como pasó con el cine catástrofe después, tenían súper elencos, que podían conseguir con la tentación de que eran pocos días de rodaje.

El ejemplo prendió como incendio forestal y los europeos, los yanquis y en casi cualquier continente empezaron a hacer películas con un tema en común y varias historias.

Es entendible que haya pasado en los años treinta, sobre todo si tenemos en cuenta que los seriales, esas entregas donde el héroe quedaba perpetuamente colgando de un precipicio al final del episodio para tentar al público a volver la semana siguiente a ver qué fue de su suerte, estaban bien frescos y, muchas veces, eran partes de las funciones de las películas que se iban a ver, a modo de complemento.

Sí, me imagino lo que estás pensando. Sí, estás pensando bien: vivimos en la “era de oro” de las guarniciones. Sigamos.

El tiempo fue pasando, y el monopolio de este tipo de historias fue recayendo —salvo honrosas excepciones, donde directores de porte se ponían la mochila al hombro y salían a filmar algo más cortito— en el cine de género.

Variedad, pocas inversión y muchas veces un texto en dominio público hacían maravillas en las taquillas, sobre todo con el mantra “baja inversión, alto recupero.”

Y así es, más o menos, como llegamos a casi los años cincuenta y a la primera película que tuvo el mismo nombre que las otras dos. Y la primera de dos que compartía un mismo material de base.

Sí, estoy hablando de Historias extraordinarias (Histoires extraordinaires, 1949) de Jean Faurez.

Quizás de las tres que te voy a hablar hoy sea la que menos se te venga a la mente. Mejor, para eso estamos acá. Para descubrir cosas.

Faurez no tuvo una carrera enorme y es más conocida por esta que por los pocos policiales que dirigió después.

La película de Faurez es una rareza en el cine francés (sobre todos si los hacemos lxs boludxs e ignoramos la que viene después de esta que tuvo, porcentualmente, un poco de capital francés), principalmente por tener dos grandes “no” en el cine galo: episódica y de género.

Es justo decir que Historias extraordinarias no había sido la primera antología de terror: esa había sido la inglesa Al morir la noche (Dead of Night, 1946) de Alberto Calvacanti, Charles Crichton y Basil Dearden, pero estaba ahí nomás.

Tengamos en cuenta que, con posterioridad a la película de Faurez el siguiente ejemplo de episódica de género fue Las profecías del Dr Terror (Dr. Terror’s House of Horrors, 1965) de la productora inglesa Amicus —”la otra Hammer“— dirigida por Freddie Francis.

Lo cierto es que a Faurez se le había ocurrido algo que después iba a ser un lugar común pero no lo era hasta ese momento: usar de base el ensayo Del asesinato considerado como una de las bellas artes de Thomas de Quincey para hilar tres cuentos de Edgar Allan Poe: El corazón delatorEl tonel del Amontillado y Tú eres quien me ha matado.

El resultado solo se podría definir como gótico, pesadillesco y con bastante humor negro. Como un homenaje al cine expresionista alemán —quizás un poco más accesible— y una suerte de preview de lo que después iba a ser un movimiento hecho y derecho.

Como en toda película episódica, hay viñetas mejores que otras pero, ¿qué soy? ¿crítico para marcarlas? Buscala, vela y sacá tus propias conclusiones que esa es un poco la gracia de todo esto.

Y no iba a pasar poco tiempo hasta que el título Historias extraordinarias volviera a asomar la cabeza por la ligustrina.

Casi veinte años, para ser más precisos, y la cosa iba a venir también de Francia, pero con ayuda de Italia e Inglaterra.

Hablo, claro, de Historias extraordinarias (Histoires extraordinaires, 1968), que quizás encuentres más fácil por ahí con el título más vendedor de Spirits of the Dead, de Federico Fellini, Luis Malle y Roger Vadim.

Sí, un terceto peculiar, ni hace falta que lo diga.

La película nuevamente adapta cuentos de Poe, dejando que los directores hagan lo que crean necesario para hacer su trabajo.

El resultado es, puesto en palabras más o menos corrientes, psicodélico. Bueno, era la época también.

Las tres historias, claro, hablan del mal, pero lo hacen bajo los términos de cada uno de los directores. Vadim es más sexual, Malle es más malo que Pichi Taylor y Fellini coquetea con la muerte y lo que más sabe: filmar películas sobre actores que están haciendo una película.

El resultado, como pasaba con la de Faurez, es desparejo y quizás sea un lindo ejemplo de por qué recordamos más a Fellini —o a Malle, si es por eso— y a Vadim, muy a pesar de que su autobiografía, Memorias de Roger Vadim: Bardot, Deneuve, Fonda es una lectura muy divertida —y quizás algo poco deconstruida para los tiempos que corren—, lo recordemos menos.

Peeeero, una vez más: ¿qué soy? ¿crítico para marcarlas? Buscala, vela y sacá tus propias conclusiones que esa es un poco la gracia de todo esto.

Y si pasaron veinte años para que el título apareciera por segunda vez, pasaron cuarenta para la tercera, que poco —y, a la vez, mucho— tiene que ver con las anteriores.

Sí, si estabas pensando que venía el momento del orgullo catastral estabas en lo cierto: la tercera es Historias extraordinarias (2008) de Mariano Llinás.

Una película épica desde todo punto de vista, pero empezando por su duración (cuatro horas y cuarto, que se iban a convertir en canapé frente a las casi catorce que terminó teniendo La flor (2018)), hecha de manera completamente independiente (algo que se nota en cierto estilo visual, que se hace invisible en algunos segmentos) y que retoma el espíritu episódico de las Historias extraordinarias anteriores con dos salvedades: no son adaptaciones de Poe y las tres historias son, por derecho propio, profundidad y duración, tres largometrajes que corren en paralelo.

Existe, de todas maneras, en la película de Llinás una raigambre literaria muy profunda (algo que se había visto en Balnearios (2002) y que se cristalizó con La flor) con el uso de una voz en off que va narrando lo que pasa, con los personajes solo aportando diálogos mínimos.

Es en este recurso que Llinás conecta literariamente de una manera más cruzada que en las adaptaciones —más o menos fieles— de las películas tocayas anteriores. Su interés, se nota, va más por el lado de la literatura de aventuras de Stevenson que del horror y la maldad de Poe.

¿No viste alguna? ¿No viste ninguna? Capaz este triple programa sea el regalo que Míralos Morir tiene para vos en esta edición número cien.

Pero antes de cerrar, digamos una cosa más: obvio que en este recuento caprichoso hay muchas cosas que quedaron afuera. Principalmente porque no es de “películas episódicas” sino de “tres películas episódicas que se llaman igual.”

Más vale que en el medio hubo varios intentos de películas episódicas y, antes de que te pongas a gritar “Cuentos asombrosos“, estoy en la obligación de avisarte que no, no eran películas: era una serie de televisión que, el mercado de video local, juntándolas de a tres por VHS, nos quiso hacer creer que lo eran.

“He vivido engañadx.”

Era mirarlas con atención nomás. Ojo, que el negocio fue rentable y se repitió, en una época con poca penetración de televisión por cable (el hábitat natural de ese tipo de productos) con Cuentos de la cripta y hasta Las pesadillas de Freddy.

Vayan estos recuerdos para los que creen que la niñez en los años ochenta parecía Stranger Things y que íbamos en bicicleta a todos lados y que todo estaba iluminado con neones. Capaz que no. Volvamos.

La que sí era una película episódica y que bien podría cimentar la idea la maldición de la película con varios cuentos fue Al filo de la realidad (Twilight Zone: The Movie, 1983), adaptación de la serie de Rod Serling de los años cincuenta y sesenta y que, sabemos si leímos un poco, que tiene una historia algo gore, sobre todo para John Landis, pero más que nada para Vic Morrow y los chiquitos vietnamitas.

Pero de eso nos ocuparemos en otro momento, porque este no es un episodio de true crime, sino uno bastante más celebratorio y curioso.

Pero si querés que sea un episodio de true crime, dale like y a la campanita y contame acá abajNO MENTIRA QUÉ TE CREÉS QUE SOY.

Y es así que Míralos Morir llega a su edición número cien. Que, como dije antes, no es tan importante, pero es algo.

Por cien más, por lo menos.

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